Informe completo con todos los capítulos de: Berisso, historia e historias

desarrollado por Berisso Digital con la investigación de Rosalía “Chali” Montenegro

Hablar de Berisso es inevitablemente hablar de historia. La ciudad bonaerense está trazada sobre una serie de relatos, que se transmiten de generación en generación, que se plasmaron en daguerrotipos y fotografías, en documentos y papeles amarillentos de toda índole, resguardados en los anaqueles de familias que entendieron que todo ello, hacía parte de la historia que algún día valdría la pena contar.

Como sucede en la mayoría de los casos, hay “una historia” oficial, una serie de relatos seleccionados, masificados, que se conservan en la memoria popular. De ellos estaremos hablando en esta serie de podcast, como una base fundamental para entender el presente de nuestra ciudad. Pero luego, están “las historias”, aquellas narraciones de vidas que fueron sepultadas por los discursos oficiales, invisibilizadas por lo masivo, por lo instalado en el relato oficial. Son pequeñas perlas que están incrustadas en algunas historias familiares, esperando a ser descubiertas, contadas.

Por eso en Berisso: Historia e historias, vamos a ir trazando una especie de mapa con palabras, con sonidos del pasado y con ecos en el presente. Los invitamos a sumarse a este desafío de ir deconstruyendo las entrañas de nuestra ciudad, como niños que desarman un rompecabezas para comenzar de nuevo.

 

Berisso: una ciudad nacida en los tiempos del cólera y la fiebre amarilla

En Berisso, la palabra saladero resuena y remite a diferentes significados. Desde un club de fútbol, el ahora conocido como “Parque Cívico”, hasta aquel primer establecimiento saladeril, que daría origen a la propia ciudad de Berisso:  El saladero San Juan.

Recordar la fecha en que se conmemora la fundación de nuestra ciudad, implica retrotraerse al establecimiento de los saladeros San Juan y San Luis, allí por el año 1871.

Existe una interesante historia, acerca del porqué Juan Berisso y Cía. deciden trasladar su segundo saladero de Barracas del Sur, a la entonces denominada La Ensenada. Historia que luego, retomaremos.

El 7 de junio de 1871, Juan Berisso y Cía. compran las tierras donde se construirían los saladeros, a Angel Zurita e hijos. El 10 del mismo mes, le comunican al presidente de la Municipalidad la adquisición de los terrenos a fin de comenzar las obras. Para el 20 de julio, logran finalizar los trabajos y solicitan el permiso para iniciar las faenas, pero como en esos momentos se encontraban en plena disputa social y legislativa, acerca del futuro de los saladeros, el Consejo de Higiene decide no darle tramitación a la solicitud. Finalmente, el 27 de julio, se les concede el permiso “con calidad de provisorio” y luego de cuarenta y tres días de trabajo, comienza la faena, con trescientos hombres, según los datos del biógrafo Manuel Chueco.

Los saladeros en Argentina

Los saladeros consistían en plantas destinadas a salar carne, con el fin de conservarla por mayor tiempo. Esta industria dominó, por más de medio siglo, la vida política y económica de las Provincias Unidas del Río de La Plata, luego de la Revolución de Mayo y hasta el advenimiento de los frigoríficos.

En 1788, Francisco Medina instala el primer saladero en la Estancia del Arroyo Colla, cerca de Colonia del Sacramento, Uruguay, cuya exportación estaba destinada a Brasil, Antillas y EEUU para la alimentación de los esclavos.

En 1810 Robert Staples, Juan Mac Neile, comerciantes ingleses y Pedro Trapani, establecieron el primer saladero en Argentina.

El 13 de octubre de 1810, el Correo de Comercio comentaba al respecto:  “Nos es grato anunciar al público, que en la Ensenada de Barragán, por los auxilios que ha facilitado D. Pedro Dubal, ha podido D. Roberto Staples formalizar una fábrica de carne salada, la cual está en ejercicio; como tal benéfico establecimiento sin duda prosperará aprovechando útilmente la abundancia de carnes que nuestros hacendados perdían antes por falta de objetos de industria como el presente, les damos este aviso para que puedan dirigirse a aquel factor, los que deseen el fruto de sus ganados”.

El salado de la carne

A pesar de la cantidad de cabezas de ganado que se sacrificaban en el Río de La Plata, la cual llegó a 600.000 por año, la mayor parte de la carne no era utilizada para el consumo, ya que una vez desollados los vacunos, y retirados el sebo, (en ocasiones los cuernos y pezuñas), el resto era desechado.

Desde tiempos inmemoriales las sociedades han buscado distintas formas de conservar los alimentos. En general, los métodos utilizados para ello, consistía en someter el alimento a un proceso de deshidratación. Esto puede producirse, simplemente, por la exposición al sol y al aire. Sin embargo, esto solo puede hacerse en climas muy secos, en la mayor parte de los casos la humedad impide que la acción de esos agentes sea suficiente y es necesario adicionar un elemento externo para lograr el efecto deseado. La sal es ideal para esto, ya que ayuda a extraer el agua de las células e inhibe, de esa manera, el crecimiento bacteriano. La carne es un alimento que sufre una rápida descomposición. Al sacrificar un animal, en especial cuando se trata de ganado mayor, la cantidad disponible supera generalmente las necesidades inmediatas de consumo. En consecuencia, es lógico que desde temprano y de forma muy extendida hayan surgido distintos métodos para su conservación, varios de los cuales llegaron al Río de la Plata al compás de las corrientes migratorias.

El método más básico consistía en cortar la carne en lonjas, ponerla en salmuera por un breve tiempo, escurrirla y luego dejarla secar en pilas entre capas de sal, por alrededor de cuarenta y cinco a cincuenta días. También existía otro método que consistía en conservar la carne en salmuera y requería el envasado en barriles.

Los saladeros en primera persona

Para poder tener una mirada más cercana sobre lo que pasaba en los saladeros, vamos a compartir el relato de Xavier Marmier, un visitante francés de las costas del Río de La Plata, que en 1850, explicaba cómo se procesaba la carne y las demás partes del animal y el papel que tenía el trabajador saladeril en esa empresa.

Esta tarea, resultaba muy dura e insalubre para los trabajadores que no debían permanecer mucho en estos establecimientos por las enfermedades que pulularían en este medio. Al respecto decía:

“ Tuve ocasión de visitar detenidamente el saladero de Cambaceres, el mayor y más completo de los existentes hasta hoy. Las escenas que allí se ofrecen no son muy alegres, ni agradables al olfato, pero sí muy curiosas de observar. Trataré de describirlas en todo su proceso. Hacia un lado de un terreno muy grande, ocupado por los secadores, por las máquinas a vapor y los depósitos, se encuentra el corral para los animales vacunos destinados al holocausto”.

Un hombre, de pie sobre una plataforma, arroja el lazo sobre uno de esos animales. El lazo corre sobre una roldana y va unido a otra cuerda, a la que están atados dos caballos montados. A un grito del enlazador, los jinetes, que se han aproximado, espolean sus caballos tirando del lazo y obligan así al novillo que se resiste, a llegar y tropezar en un poste donde el degollador le hunde un cuchillo entre las astas. El animal muere con la primera cuchillada y entonces la plataforma de madera en que ha caído, se separa rodando sobre unos rieles hasta otra especie de estrado, donde otro peón, con su lazo hace caer la res sacrificada. En este último lugar, dos hombres – brazos y piernas desnudos y el cuchillo en la mano – la descuartizan en pocos momentos. La zorra vuelve a su sitio para recibir una nueva víctima y la matanza continúa con espantosa rapidez. Desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, son degollados y despedazados de esta manera, de trescientos a cuatrocientos novillos.

Hay en este establecimiento unos trescientos peones, divididos en diferentes grupos, según la tarea particular de cada uno. Mientras funciona el lazo, mientras el desangrador degüella, los carniceros -las piernas desnudas entre la sangre, hasta la rodilla- sacan el cuero y cortan la cabeza, y otros transportan la res sobre los rieles hasta unas mesas donde separan la carne del costillar para hacer el tasajo. Después, toda la carne es sometida a diversas preparaciones. Primero, ponen el tasajo entre la sal, más tarde lo colocan en los secaderos. En cuanto a los cueros, amontonados primero en salmuera, son extendidos después al aire libre. A los cuernos se les despoja de su envoltura escamosa y el resto va a las máquinas a vapor que les extraen la sustancia. El sebo se saca de las partes más gordas del animal; el aceite de quinqué, de las patas; el residuo de todo esto se vende como abono; los restos (tiras) de cuero sirven para hacer cola de pegar y todo se utiliza, hasta la más mínima partícula. Se trata de la más completa utilización del animal por la mano del hombre. “

Según esta reseña, vemos que ya se había superado el gran desperdicio que se hacía en los mataderos a campo abierto con el ganado cimarrón antes de que se organizara la producción saladeril.

Los saladeros, el cólera y la fiebre amarilla.

Ya mencionamos anteriormente, que Juan Berisso y Cía. debieron mudar uno de sus frigoríficos, desde Barracas del Sur, hasta lo que luego sería la ciudad de Berisso. Las razones de ello, las veremos a continuación.

Para finales de 1870, hay unos treinta saladeros que concentran sus faenas a orillas del Riachuelo. Dicha concentración de los saladeros, trae consecuencias perjudiciales para Buenos Aires, especialmente para la población, abrumada permanentemente por el desagradable olor que despedían las aguas contaminadas por las materias orgánicas que en ellas arrojaban y por el tufo insoportable despedido por la preparación de las cenizas de huesos.

En 1867, con la primera epidemia del cólera, se decidieron suspender las faneas y el 2 de noviembre de 1868 se dictó una ley que permitía reabrirlos, pero con algunas condiciones, como la utilización de procedimientos químicos más eficaces, que por razones económicas nunca se aplicaron. Tal es así, que, en 1869, al ver que la situación no había cambiado, en junio de ese año el gobierno sancionó una ley que exoneraba del impuesto por cinco años a todos los establecimientos que se situaran a más de treinta cuadras de cualquiera de los pueblos de la Campaña de la Provincia y fuera de una línea que arrancara desde el límite norte del ejido de Ensenada.

Finalmente, lo que no logró el gobierno por medio de las leyes, lo hizo posible una de las peores epidemias que azotó a Buenos Aires: la fiebre amarilla. (37 segundos video fiebre amarilla)

Desde el inicio de la epidemia, el Consejo de Higiene acusa a los saladeros y al Riachuelo como fuentes peligrosas de contaminación, y piden al gobierno que tome las medidas pertinentes, por lo cual, a partir del 11 de marzo se prohíbe a los saladeros que arrojen residuos al Riachuelo.

Finalmente, la ley promulgada el 6 de septiembre se prohíben las faenas en los saladeros y las graserías en el Municipio de Buenos Aires, y sobre el Riachuelo. Comienza, entonces, el éxodo de los saladeros, hacia lugares como la denominada Ensenada, entre ellos el que dio origen a la ciudad de Berisso: El Saladero San Juan.

En la década del sesenta del siglo XIX, Buenos Aires se reincorporaba a la Nación y se convertía en la sede de las autoridades de una Argentina unificada. Luego de la batalla de Pavón (1861), la ciudad conoció un crecimiento sostenido impulsado tanto por las actividades portuarias como por la pujanza de la región pampeana. En 1869, la ciudad había duplicado su cantidad de población respecto de 1855, tenía 177.787 habitantes. Ese escenario urbano ya contaba con el ferrocarril del Oeste (1857), que iba a Floresta, al que se sumó en los años sesenta el tranvía a caballo. Entretanto, los bancos se multiplicaban y el teatro Colón (1857) era epicentro de galas musicales. Sin embargo, paralelamente a ese florecimiento, se experimentaban problemas en el saneamiento urbano, las calles eran inundables y […] los pantanos se tapaban […] con las basuras. Estos depósitos de inmundicias, estos verdaderos focos de infección, producían, especialmente en verano, un olor insoportable y atraían millares de moscas que invadían a todas horas las casas inmediatas […] (Wilde 1881, 12). Pantanos, basuras y olores convirtieron a la ciudad en un foco pestilente que comenzó a conocer los azotes de las epidemias infecciosas, que cobraron más muertes que las luchas facciosas a las que se había visto sometida la región desde décadas atrás

El aislamiento se convirtió en el principal medio preventivo y cobró un protagonismo central en la opinión pública. Los mensajes y recomendaciones vertidas por los médicos porteños se centraron en el blanqueo de las viviendas, la limpieza y la desinfección de las letrinas

Medidas aislacionistas convivían con medidas de saneamiento, las cuales si bien en el contexto porteño parecen haber sido complementarias, en realidad respondían a medidas preventivas diferentes. La de los “contagionistas”, por un lado, sostenían que la enfermedad se adquiría por el contacto con el enfermo o con sus vestidos y pertenencias y, por lo tanto, proponían soluciones tales como las cuarentenas de los buques, los lazaretos para aislar a los pacientes, la desinfección y aún la quema de las ropas y pertenencias de estos infelices, etcétera. Y, por otro, la de los “anticontagionistas”, quienes afirmaban que las condiciones atmosféricas y los vientos transmitían de un lugar a otro los “miasmas”, que en ciertas condiciones locales e individuales eran capaces de favorecer el desarrollo de la enfermedad (Recalde 1993).

Hacia la segunda mitad del siglo XIX Argentina era un país de atracción para los inmigrantes. La industria saladeril se convierte en uno de los principales ramos de producción. Hasta el año 1871 aproximadamente los saladeros se encontraban cercanos a la zona del Riachuelo pero, debido a las epidemias de cólera y fiebre amarilla en Buenos Aires (atribuidas a los residuos que arrojaban estos establecimientos al rio), mediante una disposición oficial se obligó a dichas instalaciones a trasladarse hacia la zona de Ensenada.

Estas escalas y conceptos también aparecen en otros actores, fundamentalmente el diario privado de Mardoqueo Navarro, uno de los documentos más valiosos para poder rastrear representaciones sobre la epidemia de 1871.4 Allí, Navarro anotó algunos comentarios breves y percepciones individuales sobre distintos temas. Para nuestro análisis, es interesante cómo comienzan a aparecer los lugares que mencionamos. Así, a raíz de la confirmación de que había casos de fiebre amarilla en la parroquia de San Telmo, el 8 de febrero aparece la primera alusión al Riachuelo y los saladeros. Luego, durante todo ese mes, se menciona casi exclusivamente el Riachuelo. La epidemia ocurrió desde fines del mes de enero hasta fines de junio de 1871, pero el momento de crecimiento cualitativo ocurrió los últimos días del mes de febrero y los primeros de marzo. De esta manera, el ritmo de casos de la epidemia de 1871 se acrecienta al finalizar febrero, y es allí donde comienzan a aparecer otros lugares insalubres. El 24 de febrero Navarro escribe: “La fiebre salta de San Telmo al Socorro”, y se deja de hablar del Riachuelo para referirse a la multiplicación de las denuncias de los focos (1 marzo), pasando a tomar más presencia los conventillos y mercados (4 marzo), hasta que luego “todo es contra los focos y todo es un foco” (7 marzo) y haya “focos por mil” (8 marzo) (Scenna, 1974, p.475).

Así, las distintas formas de referirse a los focos de infección construyen un trazado geográfico sobre la ciudad que no es azaroso sino que conforma la representación que los propios protagonistas tenían sobre la ciudad y sus alrededores, sus lugares sanos y enfermos, en consonancia con doctrinas higiénicas sobre la estructura espacial de la ciudad del período. Autores como Fernando Aliata (2006, p.129-130) y Graciela Silvestri (2003, p.163) muestran que entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX las reflexiones y discusiones sobre las causas de las enfermedades se vuelcan del clima hacia el ámbito urbano como fuente de contagio, cuyo principio fundamental es colocar todo aquello que es “de sana utilidad” en el centro y enviar todo aquello que es peligroso o inarmónico a las márgenes. Así comienza a gestarse una verdadera taxonomía espacial, en donde se propone descentralizar la ciudad, que tendrán al Riachuelo y la zona sur de la campaña como lugares designados para combatir la higiene de la ciudad. De esta manera, el recorrido que las notas hacen sobre el Riachuelo, los saladeros, los conventillos y luego cada rincón de la ciudad, muestran no sólo la vigencia de estas tendencias sino además una representación espacial de la ciudad que emerge desde el discurso y la redefine. Buenos Aires nunca dejó de tener saladeros, basurales, corrales y conventillos, pero frente a la epidemia se los redescubre y resignifica como lugares de pestilencia.

Esta noción de la festividad como un elemento para combatir la epidemia no estuvo presente solamente en las afueras de la ciudad. En las esquinas, y por las noches, los vecinos que aún quedaban en la ciudad realizaban fogatas. También las pulperías y conventillos eran escenario de reuniones donde se cantaba y bebía para exorcizar la peste. Una nota de la comisión de higiene de la parroquia de Catedral al Sud, publicada en los periódicos, ordenaba a sus inspectores que “disuelvan las reuniones que puedan haber después de las nueve de la noche en los ‘bodegones, pulperías, casas de inquilinato’ etc., obligando a las personas que en ellas concurran a guardar un método de vida que esté en armonía con las disposiciones aconsejado por el Consejo de Higiene” (La Tribuna, 1867-1871 [8 mar. 1871]). En un tono similar, El Nacional (1867-1868 [24 dic. 1867]) comentaba la “gritería” de las personas reunidas en “la esquina del café de los Catalanes” (en la intersección de las actuales calles San Martín y Tte. Gral. Juan D. Perón) en torno a dos jinetes que competían en saltar con sus caballos sobre las fogatas “que en verdad estaban en medio mismo de la calle”. Con una mirada menos crítica, desde el diario La Tribuna (1867-1868 [25 abr. 1867]) se celebraba que “la población llena las calles de fogatas por las noches, creyéndolas un preservativo contra el cólera”.

El Puerto

En el siglo XVII, frente al avance portugués sobre Banda Oriental y con el objetivo de contrarrestar la acción contrabandista de ingleses y holandeses, la Corona Española decide fortificar las costas del Río de La Plata. Para ello, se da origen al entonces denominado puerto de La Ensenada, actual Puerto La Plata.

Ya en 1730 el gobernador Bruno Zabala, comunica su descubrimiento, proponiendo, además, que sea constituido como una de los puestos destinados a la carena y permanencia de las embarcaciones, mientras cumplían sus cargas y descargas. Sin embargo, este proyecto será rechazado en 1738, cuando hasta el mismo Cabildo de Buenos Aires lo proponía como una alternativa al costoso comercio por Portobelo.

En 1740 se suspende el sistema de puerto único, pero los navíos atracan en los puertos de Buenos Aires y Montevideo. Este último se transformaría en el gran adversario del puerto de La Ensenada, a partir de 1778, año en que se instauraría el libre comercio. En 1801, el virrey Marqués de Avilés, ante las presiones de los comerciantes de Buenos Aires, decreta la habilitación del puerto de La Ensenada para fines comerciales.

Comienza, entonces, una disputa entre los partidarios de habilitar el puerto de La Ensenada de Barragán como un apéndice del puerto de Buenos Aires y los orientales, especialmente los comerciantes, quienes se oponían a perder sus privilegios. Esta contienda de intereses quedó registrada en un debate en la prensa de ese entonces, específicamente en el Telégrafo Mercantil.  En dicho periódico se publica un texto anónimo enviado desde Montevideo, por medio del cual se destacan las virtudes de dicho puerto por sobre el de La Ensenada, denunciando, además, negociados inmobiliarios alrededor de la intención de habilitar este último.

En respuesta al anónimo publicado en el número 3 del Telégrafo Mercantil de Buenos Aires, Manuel de Lavardén, dramaturgo y escritor rioplatense, junto con otros dos escritores, publican un extracto de la denominada “Nuevo aspecto del comercio en el Río de la Plata. Disertación para leer entre amigos”. Lavarden era un hombre de mucho talento y conocimientos generales, y su objetivo era entablar una comparación facultativa y económica entre los dos puertos, a fin de deducir la ventaja del Puerto de Montevideo, por sobre el de La Ensenada.  En resumidas cuentas, para defender la apertura del puerto de La Ensenada, los escritores advierten, que no solo hay que considerar las características físicas de cada puerto (que el anónimo evaluaba en su comunicado) sino también las conexiones que cada uno tiene con los centros de producción.

La renuncia del presidente Rivadavia en 1827, puso punto final al intento de reactivación del puerto, hasta 1852, cuando la provincia de Buenos Aires se separa de la Confederación y el comercio tomó mayor importancia. Sin embargo, los intentos para abrir el puerto serán rechazados, por temor de que el puerto de Buenos Aires se quedara “sin buques, pero lo que es más sin gente”. En 1857, superadas las luchas económicas es ordenado el reconocimiento del puerto y la construcción de un camino hacia La Ensenada para que llegara el ferrocarril hasta el mismo. Pero todo ello no se hará realidad hasta diciembre de 1872.

La Provincia obtiene su puerto

Luego de que Buenos Aires fuera cedida para capital de la República, el entonces gobernador Dardo Rocha, ve la necesidad de dotar a la Provincia de un nuevo centro administrativo y a su vez debía constituirse un centro económico con “signos de un comercio activo”. Es por ello que considera que La Ensenada es, como propuso en la Legislatura en su mensaje del 14 de marzo de 1882, “el único puerto posible que puede mejorarse y completarse con erogaciones compatibles con nuestros recursos y con segura retribución inmediata”. Rocha pensaba que la ciudad recientemente fundada alcanzaría “una prosperidad inmediata”, debido a la existencia del primer puerto de la Republica, según sus palabras “destinado a producir una gran revolución económica”. Sin embargo, Rocha no podía ver en ese momento que su anhelo no sería posible, como consecuencia de las crisis políticas que se avecinarían y de la absorción económica de los gobiernos nacionales que le imponen al puerto de Buenos Aires.

El 2 de junio de 1882 se autoriza al Poder Ejecutivo Nacional a firmar un convenio con el objetivo de construir un puerto en La Ensenada con capacidad suficiente para recibir buques de veinte y un pies de calado”. El mismo 27 de octubre de 1882 se aprueba otra ley por la que el Congreso autoriza la construcción en las riberas de la ciudad de Buenos Aires de diques, almacenes de depósitos para la importación de mercaderías, con los canales de entrada necesarios.

Recién el 6 de agosto la Legislatura autoriza la construcción directamente o por medio de una empresa particular y a formalizar el empréstito, dentro o fuera del país por once millones de pesos fuertes”.

Las obras del puerto

El 23 de agosto comienzan los trabajos preliminares de traza y limpieza del terreno. Firmado el contrato con la empresa Guillermo Moores y Cía. Se comienzan los trabajos el 1º de noviembre. Todo o casi todo se hace a brazo, palada tras palada. Luego de dos meses de lluvia se dificultan las tareas, pero 1200 hombres entre personal científicos y operarios no aflojan y logran para febrero 3900 metros de excavación, con 2 metros sesenta de profundidad.

Para excavar los canales de la entrada se utilizan dragas. La del Gran Dock se hará a seco por seis excavadoras mecánicas. Se había señalado, en principio, el primero de noviembre como fecha de inauguración, pero se debe trasladar para Navidad y luego al 30 de marzo de 1890. Debido a que las obras no alcanzaron el estado previsto, faltando terminar el muro del Gran Dock y el terraplén que lo rodea, como la construcción de la superestructura de los almacenes, las paredes de la circunvalación y las vías férreas que se están colocando; atraso que determina prorrogar por un año más el contrato de Waldorp.

Luego de vencer esas dificultades, aunque lentamente debido a no contar con los medios económicos necesarios, es inaugurado sin terminar, el 30 de marzo de 1890, cuando se llevan invertidos casi 9 millones de pesos oro, en medio de una serie de festejos y con la presencia del Presidente Juárez Celman, quien fue designado padrino del Puerto.

El 29 de agosto de 1904, producto de varios factores como la falta de vías de comunicación deficientes para las operaciones comerciales, y el ser considerado de tránsito para la mayor parte de la importación, por no contar con depósitos adecuados; el gobernador Ugarte y el Ministro Civit firman un convenio por el que la Provincia vende a la Nación el Puerto de La Plata con todas sus instalaciones y obras existentes.

Los incendios en el puerto

Una serie sucesos relacionados con la historia del puerto merecen una especial atención. Nos referimos a una serie de catástrofes que se desarrollaron, luego de la instalación de la destilería de YPF en 1925. Colateralmente al aporte positivo que significó, desde lo laboral para la zona, la falta de adaptación del lugar y el constante aumento de embarcaciones que deben llegar con carga de inflamables, constituyen un permanente peligro para la población. Así lo expresaban los vecinos del barrio Nueva York, que lo veían como una amenaza latente. Finalmente, los graves siniestros que se originaron por barcos petroleros pertenecientes a la flota de Y.P.F. confirmaron sus temores.

La primera ocurrió en la madrugada del 28 de septiembre, cuando se produjo un estallido en el buque-tanque “San Blas”, amarrado en el lado Este, frente a la toma Nº 2 del muelle de carga y descarga de la Destilería. Estaba en ese momento rodeado por otras embarcaciones, entre ellas el “Santa Cruz”, el cual cargaba en sus depósitos 3000 toneladas. Las llamas ofrecieron un espectáculo, casi dantesco, mientras cubrían las aguas repletas de petróleo, con lo cual aumentó al ir atacando lo que encontraba en su peso y amenazando con extenderse río afuera.

Luego de dos días y gracias a la acción de los remolcadores, se logró contener el fuego en una zona determinada. El “Santa Lucía”, el “Nelson”, el “Marconi”, el “Tía Cruz” y el “Tehuelche” a través del funcionamiento de sus hélices, estando amarradas las naves, conformaron una marejada que funcionó como dique de contención al fuego. Tomó cinco días apagar el incendio, costando doce vidas de la tripulación y diez millones de pesos en daños materiales.

El segundo accidente, de similar naturaleza, ocurrió el 23 de febrero de 1961, cuando se incendió el buque “Ameghino”, el cual se hallaba amarrado el costado Oeste del Dock Central, en donde estaba siendo sometido a reparaciones, luego de haber descargado. Se partió prácticamente en dos, como consecuencia de un estallido producido por la soldadura autógena, y fue tal la magnitud que la onda expansiva y sus efectos se sintieron a gran distancia.

INCENDIO DEL BUQUE TANQUE “FLORENTINO AMEGHINO”

La tarde del 23 de febrero de 1961 a las 16:20 y estando amarrado en el Dock Central del Puerto de La Plata, se produjeron las primeras dos explosiones, una seguida de la otra, provenientes de la parte central del barco, bajo la cubierta de oficiales.

Los primeros auxilios los recibió de los remolcadores “Atlántico”, “R21 Avipón” y la lancha contra incendios “Cabo Río Mayor”.

A las 17:45 una intensa humareda hizo presumir que el fuego se estaba trasladando hacia los tanques en dirección a la proa, así que por esta razón se decidió la evacuación de la nave.

El buque se parte en dos, y trozos de cubierta, por las tremendas explosiones, fueron a dar a más de 500 metros de distancia.

A las 19:45 pese a que existían aún algunos focos, se consideró superado el peligro de nuevas explosiones y aproximadamente a las 20.05 se declaró extinguido el incendio.

A las 21:30 el vapor comenzó a escorar rápidamente hasta alcanzar los 40 grados sobre estribor. El capitán de la nave Jorge L. Bistoletti, que realizaba una inspección ordenó el descenso de las personas que se hallaban a bordo.

En mayo de 1968, el 6 para ser exactos, tiene lugar el tercer siniestro en el Puerto de La Plata. Tres formidables explosiones marcaron el momento en que la tragedia, ya insinuada al prenderse fuego el petrolero “Islas Orcadas” se desató incontrolablemente.

La segunda explosión fue la que abrió un rumbo a babor por el que salieron nafta y petróleo encendidos. Las llamas, entonces, se expandieron en pocos minutos cubriendo los 140 metros que separan ambas orillas, tomando rápidamente al “Fray Luis Beltrán” y al “Cutral-Co”. La catástrofe hubiera tomado alcances inusitados, si no se hubiera tomado enseguida la decisión de retirar a otros cuatro buques de la misma flota.

Les compartimos el relato de lo sucedido en primera persona, en la voz de Daniel Rider, que en ese entonces era vecino de la calle Nueva York:

El 15 de septiembre de 1971 se produjo el último de los incendios, cuando explotó el “General Pueyrredón”, aunque no alcanzó a tener las proporciones de los anteriores.

Luego del incendio del incendio del buque “San Blas” en 1944 se encaró la construcción de una dársena de inflamables. En 1949 recién se realizaron las primeras gestiones al respecto. En 1957 se anunció la construcción de siete dársenas destinadas a la flota petrolera, a ejecutarse en la Isla Paulino, sobre el canal del Río Santiago. En 1965 se vuelve a presentar un proyecto solicitando la construcción de la dársena, sin embargo, el cambio de gobierno paralizó la acción parlamentaria y la realización de las obras.

Debacle de los saladeros y arribo de los frigoríficos al país

En capítulos anteriores veíamos el auge de los establecimientos saladeriles y su posterior traslado, producto de la ley del 6 de septiembre de 1881 que prohibió absolutamente las faenas de los saladeros y graserías situados en el municipio de la ciudad, y sobre el río de Barracas y sus inmediaciones.  Es así, que comienza una etapa de debacle para los saladeros, debido, además, a que se abolió la esclavitud en el sur de EEUU, lugar que constituía uno de los principales mercados a los que se exportaba el tasajo. La demanda y el precio del tasajo comenzaron a caer en la segunda mitad del siglo XIX. Los saladeros empezaron a ser sustituidos desde la década de 1860 por la producción de Extracto de Carne Liebig’s, corned beef y, al despuntar el siglo XX, por los frigoríficos que iniciaron la exportación de la carne enfriada.

Los saladeros de Berisso, no son una excepción a esta crisis. El 23 de enero de 1893, fallece en Buenos Aires, Juan Berisso. Ante la posibilidad de que se paralicen las actividades, los herederos solicitan a la justicia, el 13 de agosto de 1894 que se les autorice para encomendar al ingeniero Francisco Seguí realizar las gestiones pertinentes ante los poderes públicos para que permitan su reapertura.

Luego de varios vaivenes judiciales, los saladeros pasan a mano de la Sociedad Saturnino Unzúe y los herederos de Solari y Vignali, terminando la vinculación de Berisso a la zona que creara.

“Luego del momento de auge de los saladeros, comienza una debacle que abre las puertas a un nueva era en la industrialización y la conformación de la comunidad berissense: la de los frigoríficos.”

El primer frigorífico en Berisso: S.A. La Plata Cold Storage Company Limited

El 28 de abril de 1894 se firma un contrato entre el interventor Lucio López y la firma Zavalla y Cía por el que se le cede a esta sociedad terrenos en el puerto de La Plata, para construir un embarcadero de animales en pie. Una ley promulgada en septiembre de 1900 le permite a la empresa construir en dichos terrenos una fábrica congeladora de carnes y conservas alimenticias.

Los dos puntos fundamentales de la ley, en sus artículos 8 º y 9 º, eran, primero que se libra a la empresa del pago de todo impuesto provincial o municipal, creado o por crearse y segundo que la concesión se otorgaba por el término de cuarenta años, con derecho a prórroga.

Estas ventajas otorgadas por el gobierno de la provincia harían posible el cambio de los dueños de la concesión más adelante. Varios factores confluyeron, además, para que esto sucediera. A partir de 1900 fueron malos años para el país, comenzando con brotes de aftosa que llegaron a diezmar más del 2 % del ganado, las inundaciones que significaron la pérdida del ganado lanar en algunas zonas de la provincia de Buenos Aires, además de la sarna que provocó la disminución en un 20 % de la producción de lana. Todas estas epidemias le permitieron a los mercados ingleses y franceses cerrar las puertas a las carnes argentinas. Ante la reproducción vertiginosa del ganado, y la imposibilidad de exportar, obliga a los ganaderos argentinos a contemplar la posibilidad de exportar las carnes congeladas, a través de los frigoríficos.

El 5 de abril, Zavalla cedió y transfirió la concesión obtenida en el Dock del puerto de La Plata, con el embarcadero de animales en pie, a la Sociedad –anónima The La Plata Cold Storage Company Limited por el precio de 25000 libras esterlinas.

¿Cómo se gestionó la instalación del primer frigorífico en Berisso?

Daniel Kingsland es un hombre de negocios, arraigado en nuestra tierra, que comprendió enseguida la situación que atravesaba en esos momentos la carne argentina, y lo conveniente que era la concesión que habían obtenido Zavalla y Cia., razón por la cual comienza de inmediato las negociaciones.

Kingsland sin perder tiempo contacta a John Tergidga, residente de Londres, un comerciante que le otorga al primero amplios poderes. Así, el 10 de octubre de 1901, se realizan dos operaciones: por la primera Kingsland adquiere la concesión y luego se la traspasa a Tergidga. A excepción de éste, en Londres todos lo rechazaban, razón por la cual se dirigió a Sudáfrica, entrando en negociaciones con la African Cold Storage Company.  Finalmente, en 1903-1904 se conformó La Plata Cold Storage, en el puerto de La Plata, como subsidiaria de la empresa radicada en Sudáfrica, aunque vinculada con capitales británicos.

El 15 de enero de 1903, con una gran fiesta y ante la presencia de autoridades nacionales y provinciales se dan inicio a los trabajos de manera intensa, con el fin de comenzar las faenas en octubre. Gracias a la labor de centenares de obreros, en su mayoría australianos, en un mes se había adelantado visiblemente la obra, sin embargo, el 29 de marzo, los obreros realizarán protestas por lo reducido de sus jornales y por la pésima y cara comida que le suministran los constructores en sus propias fondas.

La concreción de este establecimiento despertaría en la población de la zona la esperanza de que con ello se salvaría el puerto que en ese entonces languidecía. No obstante el ímpetu dado a la construcción, ocurrieron una serie de eventos que la interrumpieron por un tiempo prolongado. Se produjo el naufragio de uno de los buques que traían desde Europa el material para las instalaciones. A mediados de junio se retoman las obras, pero se vuelven a paralizar por meses.

La huelga realizada por los obreros no permite que desembarquen los materiales, razón por la cual el Poder Ejecutivo le otorga una prórroga de dos meses para la habilitación. Finalmente, el 11 de julio se inaugura oficialmente con una fiesta de grandes proporciones, que según el diario El Día fue “magnífica en esplendidez y entusiasmo”.

Para fin de año la faena diaria es de 200 novillos y 2000 capones, asegurando el trabajo a alrededor de 700 peones. Según el relato de Demetrio Glicas, vecino de Berisso, “En el frigorífico Cold Storage se faenaban en los años 1905/1907 más o menos 600 a 800 cabezas por día y no toda la semana. Según me contaron muchos antiguos obreros, cuando había una matanza se colocaba una luz colorada en lo alto y una verde cuando no lo había; así los obreros no perdían tiempo en llegar hasta el frigorífico. Se veía desde el puente de la calle Río de Janeiro y Montevideo”. El frigorífico se convierte en el mejor ubicado mundialmente, por su cercanía con el puerto, que le significa el ahorro de mano de obra y permite descargar directamente la carne y demás productos directamente de las cámaras a las bodegas de los vapores. Todo ello más la relación de la empresa con Londres, a dónde dirigían todos los productos, significó que el The La Plata Cold Storage tuviera la mayor producción.

 

Los frigoríficos Swift y Amour de Berisso

Hacia 1907, la brusca clausura de los mercados europeos para toda clase de carnes en lata, determinó un lógico margen de mayor venta. Esto motivó a los capitales norteamericanos a buscar intervención activa en los negocios de carnes frigoríficas en nuestro país.

Swift envía en ese mismo año una comisión con el fin de visitar todos los establecimientos elaboradores de carnes, la que constata la superioridad y el carácter óptimo de la industria de la carne del frigorífico berissense. Teniendo, además, en cuenta las ventajas que surgían de la concesión que los eximía de todo impuesto creado o por crearse, hicieron que ese mismo año Swift comprara las acciones de los accionistas de Cape Town, obteniendo así las tres cuartas partes del capital de la The La Plata Cold Storage. Finalmente, el 12 de septiembre de 1916 cambia su nombre por el de Compañía Swift de La Plata S.A.

La Sociedad anónima Frigorífica Armour de La Plata

La empresa Armour se originó en la ciudad de Chicago, en 1860. Se fue desarrollando de manera paralela con el Swift, al punto que cuando inauguró la planta en Berisso ya contaba con catorce grandes mataderos y cincuenta y nueve sucursales en la Unión. En 1908 adquiere el frigorífico La Blanca de Avellaneda, extendiéndose en 1911 cuando se forma en nuestro país la Sociedad Anónima Frigorífico Armour de La Plata, que se instala en las tierras cedidas por el gobierno de la Provincia a Lavalle y Médice y Cía.

Cuando en 1907 el Swift inició sus actividades contaba con alrededor de 3000 trabajadores, al igual que el Armour al abrir sus puertas en 1915. La cantidad de empleados fluctuaba entre 5000 y 10000 o 15000, en los períodos en que se contrataba mayor cantidad de obreros. Estas variaciones se daban según la demanda, así que cuando ésta era mayor, se incorporaban de manera temporaria y en condiciones precarias a gran parte de la población activa y en cuanto la demanda bajaba, se generaba la desocupación.

 ¿Pero quiénes conformaban ese cúmulo de obreros que trabajaron durante décadas en los frigoríficos?

En el libro titulado “La vida en las fábricas: Trabajo, protesta y política en una comunidad obrera, Berisso”, la historiadora Mirta Lobato nos da un panorama acerca de quienes formaban parte de ese colectivo denominado “los trabajadores”.  Dice la autora:

“A los frigoríficos llegaban hombres y mujeres procedentes de tierras remotas. Sus experiencias de vida se habían moldeado al calor de múltiples y singulares situaciones. Desde un punto de vista general, todas similares: hambre, pobreza, guerras y persecuciones; pero, al mismo tiempo, esas vivencias eran absolutamente singulares y personales.

Ante la imagen de ese conglomerado humano uno puede preguntarse: ¿qué sintieron Boris, Alí, Florentino, María, Anastasia cuando recién llegados de una aldea de los Balcanes, del Líbano, de Lituania, de un pueblo de la provincia de Buenos Aires o de un paraje de Santiago del Estero ingresaron a las fábricas?

Y también: ¿Cómo vivían? ¿Qué hacían en el trabajo? ¿Cuándo, cómo y porqué protestaban? Todos ellos fueron los trabajadores, pero bajo esa palabra se homogeneizan las experiencias de un grupo cuyo rasgo dominante es la heterogeneidad.”

Para 1914, el 60 % de la población berissense era extranjera. Hecho que se reflejaba, también, en la conformación de los obreros del Swift y el Armour, que contaban con un 70 y casi un 60 por ciento de extranjeros, respectivamente, entre sus trabajadores, de los cuales el 30 % eran mujeres.

Desde la apertura de las empresas y hasta la crisis de 1930, la mayoría de los trabajadores proviene de algún punto de Europa o Asia Menor; durante la década del treinta y los comienzos de la década del cuarenta la cantidad de extranjeros comienza a declinar, pero la nacionalización de los trabajadores sólo es visible al promediar el siglo xx.

Los grupos migratorios predominantes son los italianos y españoles como en el resto del país, pero es llamativo el alto porcentaje de aquellos que provienen de diferentes regiones del centro este europeo, de la península balcánica y de las áreas bajo dominación otomana. Rusos, polacos, checos, búlgaros, griegos, lituanos, serbios, sirios y libaneses se mezclan en las fábricas convirtiéndolas en una babel.

La historiadora, menciona en su libro, algo que no es un detalle menor, si tenemos en cuenta esta gran variedad de nacionalidades. Muchos de los migrantes venían huyendo de conflictos armados, que tenían su origen en divisiones religiosas (católicos, musulmanes, ortodoxos), en luchas políticas entre monárquicos y republicanos y también en los enfrentamientos nacionales, como por ejemplo los serbios, croatas y montenegrinos. Si bien, para el momento en que emigraron, en la mayoría de los países de origen ya se habían conformado algunos estados nacionales, las diferencias culturales perduraban y luego se verían reflejadas en las divisiones que surgieron en la formación de las distintas asociaciones de extranjeros en nuestra ciudad.

Lobato también recupera algunas tensiones que se van dando a medida que se incorporan entre los obreros, migrantes internos, de las diferentes provincias del país

Y, en última instancia, los conflictos que surgieron entre los trabajadores con las clases patronales y los derivados de las distintas identidades políticas que se van conformando en el seno de la comunidad, los cuales tendrán un capítulo aparte en esta serie de podcast.

Entonces cabe preguntarse, teniendo en cuenta esta gran variedad ideológica, étnica, cultura, religiosa ¿cómo era la vida dentro de las fábricas? ¿Cómo era el trato hacia los obreros? ¿qué representaba para la comunidad berissense, la existencia de los frigoríficos? Todo esto lo veremos en el próximo capítulo de Berisso, Historias e historias.

Los frigoríficos por dentro.

En el capítulo anterior terminamos con varios interrogantes acerca de la vida de los miles de obreros que trabajaban en los frigoríficos berissenses. En esta nueva entrega, vamos a estar ahondando en cómo veían los escritores de la época a este “nuevo mundo” que surgía en medio de los discursos del progreso y la industrialización. ¿Cómo lo describían? ¿Cómo veían a quienes hacían parte de ese “escenario de máquinas estremecedoras”?  Y, además, estaremos compartiendo los testimonios en primera persona de quienes fueron los protagonistas de ese tiempo.

Al comenzar el siglo XX, el trabajo en las fábricas y talleres pasó a ser un tema que hizo reflexionar a intelectuales, políticos y gobernantes. Por un lado, las fábricas fueron consideradas como un escenario que reproducía imágenes y sonidos del futuro, y por el otro, como el teatro en el cual se gestaban las batallas contra la explotación.

La historiadora Mirta Lobato cita en su libro un fragmento del poema “Fábricas” de Eduardo González Lanuza, que dice:

“Tus muros descarnados de ladrillos son una misma con la carne humana”

Algunos autores considerados marginales, como Luis Horacio Velázquez, Raúl Larra o Manuel Gálvez intentaban tomar ese entusiasmo que producía el desarrollo tecnológico y construir una nueva representación de ese espacio social. Para estos escritores, el frigorífico fue el escenario fabril por excelencia, para crear un relato que describía a los pobres de la ciudad; y denunciaba las causas de los males.

“Entrar en la fábrica era salvarse” decía una obrera berissense, allá por la década del treinta. Y es que, tal como lo explica Lobato, entrar a trabajar significaba no sólo garantizar la supervivencia propia y de la familia, sino también ingresar al mundo de la sociabilidad y a un lugar en el cual se construían identidades y se fortalecían ciertas formas de pensar y de actuar.

Dentro del frigorífico las relaciones se iban tejiendo entre la monotonía del trabajo rutinario, las alegrías y los desencuentros; las tensiones y conflictos.  ¿Cómo era, entonces, ese mundo por dentro? Les compartimos a continuación el testimonio de los propios protagonistas de la vida en los frigoríficos.

Dice Mirta Lobato, al respecto: “Las formas de pensar y actuar que se gestaban en los lugares de trabajo a veces coincidían y, otras, eran opuestas a las inculcadas en otros espacios como la escuela, la familia o la vecindad. Las expresiones de descontento y oposición, así como la aceptación y participación en el diseño de las condiciones de su propia explotación, formaban parte de las múltiples relaciones que establecían los miembros de una fábrica.” Todos estos conflictos darían lugar, más adelante a un nuevo capítulo

 

Si preferís escuchar los capítulos por separado, aquí están los accesos

https://open.spotify.com/episode/5soAGobw1nCnrWlvAuhtiD?si=gin5-fdjRnqsSn3kZ23vYQ

https://open.spotify.com/episode/1h7YaEELn3gvo6MEWlVncm?si=8XYygfHZR8uiwQwWWaiI6Q

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https://open.spotify.com/episode/05o1ATQKqP2TUDhSa8iT6M?si=fHg4uNJrSuyjUaNDWNFcSQ

https://open.spotify.com/episode/0IZLeK6GIj5F3Y7r4lPqXU?si=L_lYN94JRGewh9KmuzE4CQ

https://open.spotify.com/episode/4psdsPLI01E0EfXnbTKnXr?si=SdUsKD1zQf6KtclzuFkYaA

 

Bibliografía

 Sanucci, Lía E. M. “Berisso: un reflejo de la evolución argentina”. Municipalidad de Berisso. (1983).

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/revista?codigo=15596

Agneli, Chalo. 10 de junio de 2014

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https://elquilmero.blogspot.com/2014/06/saladeros-y-mataderos-en-la-provincia.html

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https://www.centrocultural.coop/revista/19/episodios-de-la-guerra-literaria-la-polemica-en-la-prensa-colonial-rioplatense-el-caso-de

Pérgola, Federico

Hitos y protagonistas. El cólera en el Buenos Aires del siglo XIX

http://rasp.msal.gov.ar/rasp/articulos/volumen5/hitos-y-protagonistas.pdf

Museo 1871 Berisso

23 de febrero de 2021: “INCENDIO DEL BUQUE TANQUE “FLORENTINO AMEGHINO”

[post de Facebook]

https://www.facebook.com/Museo1871/photos/a.576614335710860/3798957646809830/

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