Reflexiones, cuentos, poesías y otras yerbas de unos inquietos vecinos de Berisso

 

Las maravillas del progreso por Ovidio Campbell

El Señor Rodríguez tocó la puerta, al costado de esta, se encontraba la placa que decía: “Juan Hernández, Ingeniero”. Luego de esperarlo casi por una eternidad, el joven ingeniero abrió la puerta e invitó a pasar al viejo, que de manera torpe a causa de los nervios, se sentó en el sillón que Hernández le señaló.

Habiéndose acomodado ambos, el ingeniero le preguntó aquello que consideraba importante:

– ¿Cómo la recuerda usted? ¿Cómo recuerda que era su pelo? – Era largo y negro. – respondió Rodríguez.

– ¿Sus ojos? – Verdes y grandes, perfectamente redondos.

– ¿Acaso tendrá una foto? – Si, de inmediato se la entrego.

Entonces Rodríguez metió la mano en el maletín y sacó algo bastante raro para aquellos tiempos: se trataba de una foto impresa sobre papel. Hernández la tocó y sintió la cara impresa como si fuera pegajosa, por lo que miró su mano para ver si la foto no desteñía.

La foto mostraba una mujer ya grande que nada tenía de atractiva o al menos interesante, no tenía las uñas fosforescentes, o el pelo azul o verde, ni siquiera tenía aros en la nariz o la boca; eso sí, tenía los labios pintados de rojo, algo que Hernández no veía desde que su abuela había muerto.

Todos estos rasgos desconcertaban al ingeniero, que no entendía por qué este viejo estaba interesado en una mujer que no parecía nada joven. Aun así, le dijo al anciano:

– El lunes a la tarde ya todo estará terminado.

– Perfecto, muchas gracias.

Entonces el señor le entregó el dinero que habían acordado, por adelantado.

El lunes, Rodríguez pasó toda la mañana ansioso, hasta que finalmente a la tarde sonó el timbre. Nervioso, abrió la puerta, y al verla, no pudo contener las lágrimas.

– ¿Por qué lloras querido? – No pasa nada amor, entra que está haciendo frío.

Luego de cinco años y seis meses, la Señora de Rodríguez volvía a su hogar.

 

“Pintura” por Chali Montenegro

Con movimientos ascendentes y descendentes, en la misma dirección, tratando de que no quede ningún espacio sin pintar, aún en ese minucioso rincón, donde nadie lo notaría. La pintura va cubriendo las imperfecciones y marcas antiguas. Pero aquellos defectos de la pared, fallas en el revoque, no se rinden ante las pintadas de Laura. Ella sabe que la única manera de eliminarlos es tirando abajo el revoque y haciendo uno nuevo. Queda con el pincel en su mano, mirando fijamente aquella zona, mientras con su otra mano recibe el mate que le seba Marcos. Toma un poco del mate y vuelve a observar en silencio ese detalle. Lo odia, porque le recuerda que no puede arreglar todo.  Toma el resto del mate y se lo devuelve a su esposo sin mediar palabra. Él la mira, como ella mira a la pared, absorto. Pero él no la odia. Él la intenta descifrar. Quisiera saberlo todo de ella, pero a la vez teme lo que pueda encontrar. Por eso no interrumpe aquel silencio. Hace unos años atrás a Laura le hubiese incomodado esa situación, diecisiete años después, lo prefiere a las palabras sin sentido.

Ahora ella toma el rodillo pequeño y lo pasa una y otra vez sobre la pared. Primero en forma de “M”, luego de manera vertical y en diagonal. El blanco no debe asomar debajo de la pintura verde. Debe quedar sepultado, al igual que cada pensamiento que ocupa la mente de Laura mientras pinta. Marcos ahora mira sus movimientos. Sabe que su mente está lejos de esa pared de cemento, aunque su cuerpo la pinta con la pasión de un artista. “Mate”, es lo único que dice para interrumpir tímidamente ese momento. Ella se detiene y agarra el recipiente, casi hasta el tope de agua. Con cuidado lo lleva a sus labios, pero un pequeño punto blanco la frena. Pasa el rodillo en varias direcciones hasta que desaparece, y ahí sí, casi con alegría, toma el mate.

Marcos le comenta algo sobre el gobierno, sobre su mal desempeño. Laura asiente, sin dejar de pintar. Hace un comentario breve y vuelve a lo suyo, falta poco para dejar lista una de las paredes. No soportaría la idea de que quede un pedacito sin pintar. Le quitaría el sueño. Pasaría cada cinco minutos por allí y se quedaría mirando, imaginando cómo sería si estuviera completamente pintada. En la vida, en cambio, ya no es así. Ha dejado varias cuestiones pendientes. Y sí, a veces le quitan el sueño, pero no es tan fácil como con la pintura.  Cada tanto, necesita pintar para cambiarle la cara a la casa. También necesita cambiar algo en su vida, pero hace rato no lo hace, por resignación. Lo mira a Marcos. Mira la pared. Marcos le sonríe y le acomoda un mechón de pelo que cae sobre su frente. Ambos observan la pared recién pintada, en busca de algún detalle que arreglar. Su esposo le indica un punto que ella rápidamente cubre con el rodillo.  Se sienta un rato a descansar. Él le da el último mate, frío y lavado. Ella mira los palos de la yerba flotar y lo toma igual. “Gracias amor” le dice alcanzándole el mate. Él sonríe. Sabe que ella ya volvió. Al menos hasta el próximo verano la casa lucirá mejor. Podrán quedarse proyectando sus miradas silenciosas en la noche sobre el nuevo color.

 

“Lluvia” por Chali Montenegro

Pluviofilia: amor por la lluvia. No sé si la amo, pero que no me imagino mi vida sin ella, es verdad. Dicen que antes del diluvio no existía y tan sólo un vapor de agua regaba la tierra. Prefiero las gotas que te golpean con delicadeza, que te arrullan o desvelan.

También dicen los que saben, que es una bacteria la que produce ese olor tan peculiar a tierra luego de la lluvia, yo prefiero ignorar, también, tal aseveración. Hace días le explicaba a Ruth que las partículas de aire sucumben bajo la lluvia y que por ello el falso limonero del fondo se veía más verde, mientras lo observábamos por la puerta balcón. _Yo siempre lo veo verde_ me respondió. Ante mi asombro, optó por su versión maternal y agregó sonriendo y mirándome a los ojos: _ Pero la rosa del fondo la veo más verde _. No pude más que sonreir y atesorarlo.

Cuando tenía su edad y llovía, veia todo más verde, más rosa, más vivo. Y lo veía entre medio de los dibujos hechos en los vidrios empañados por el vapor de las ollas, que hoy, también empañan los de mi ventana.  Era lindo ver caer la lluvia, sin sentir su frialdad.

Varios años después, la comencé a sentir. Más o menos para la misma época en que todo nos duele y todo nos enamora. Recuerdo que un par de veces lloramos juntas. Nadie notó su llanto, el mío tampoco.

Mucho después, cuando abandonaba el hospital con Luciano recién nacido, también caía, en pleno verano. Pero ya no tenía tanto tiempo para ella. Los años pasaron, y me seducía golpeando las ventanillas del micro, cuando iba de camino al trabajo y a la facultad. Sus gotas quitaban el velo de la rutina, descorrían las telas de lo olvidado, resurgiendo días, rostros, olores o me permitían ver más nítidamente el presente. Después de caminar varias cuadras con ella me esperaban los cuidados de ropas secas, algo calentito y un tono preocupado por mi salud.  Ella quedaba afuera, como los niños esperan que salga su amigo a jugar.

Recuerdo cuando la muerte me golpeó fuerte por tercera vez. Ella se derramó con todas sus fuerzas. Muchos la insultaron porque pensaban que les quería impedir llegar. Nada más alejado de la realidad. Era hora de llorar juntas, nuevamente.

Hoy volvemos a encontrarnos. Tras un vidrio que es otro, pero el mismo que me permite apreciarla, empañado por el calor de aquellas ollas que no han cambiado, pero no son las mismas. Ahora me lleva a ese tiempo con las caricias sobre la fría superficie que nos separa. Y al mismo tiempo, construye otros recuerdos, mientras Ruth se sienta en mis piernas viéndola caer junto a mí.

 

La canción de Berisso, por Matilde Alba Swann

Ya te canto Berisso, caserío de latas, portentoso latido de petrolera y fábricas.

Le canto a tu canal de sangre verdinegra corriendo por tu cuerpo su endurecida arteria,y canto a tu horizonte frustrado en chimeneas.

Yo le canto a tus hombres cauce de fibra y carnepara un proceloso océano de riquezas.

Y canto a tus mujeres afluentes sensitivas con su aporte de sangre, desvelo y fatiga, corriendo en jornadas por senderos de piedra.

Les canto por recias, valientes y tiernas cumpliendo su excelso destino de hembra florecidas en hijos, marchitas de espera.

Le canto a tus muchachos dejando la tarea veneno en sus pulmones y plomo en las arterias,en un alucinado girar de poleas.

Y canto a tus muchachas amapolas en hiestas deshojando sus pétalos en la sección “conservas”.

Le canto a tus niños al borde del camino lanzando en barrilete sus mensajes al sol.

Le canto a sus harapos, y a su lecho de piso, a su soledad de padres en horas de labor.

Yo le canto a tus niñas saliendo de la escuela:alemanas, rusitas, italianas, armenias, distintas lenguas todas e idéntico candor; y canto a las pequeñas hijas de mi tierra“made in argentina” levadura extrajera, raíces que se prenden a un destino mejor.

Le canto al influjo de tus academias alimentando el sueño de tu adolescencia

por salir del hollín; y canto a tus escuelas nocturnas para adultos donde padres y abuelos aprenden a escribir.

Le canto a tu optimismo, cuando a la calle estrecha de casa de madera y techumbre de cinc, aquella que conduce derecho al matadero salpicada de barro, le llamas PORVENIR…

Le canto a tu puerto de aguas hondas y quietas con calor de regazo para vidas que llegan en parición fecunda de una clase tercera.

Le canto a tus noches y le canto a tu almohadacon olor a petróleo y a res sacrificada.

La canto a tus bares de congojas que saltanal aire en estridencias, guitarras, balalaikas, violines, bandoneón…

Marineros borrachos que cambian por monedas honesto contrabando cigarrillos y alcohol.

La canto a tu cantina frente al embarcadero con lumbre de luciérnaga, paz de sauce llorón; hondas reminiscencias de una isla de amor.

Yo se que hay en mi tierra ciudades portentosas de altivos rascacielos y riente población, pero yo no podría transponer tus fronteras sin pasar mi caricia sobre tu miseria, sin hundirme en tu barro, sin morder tu pobreza, sin sentir la tragedia de tu resignación, a no ser otra cosa que lo que eres, colmena desangrándote en mieles para gulas ajenas.

 

La clase de matemáticas por Ovidio Campbell

Recuerdo a aquella profesora, era bastante fea. Recuerdo también que no sabía imponer nada de autoridad. Ese día comenzó como cualquier otro: una aburrida sucesión de números que sólo yo atendía, por inercia supongo.

De las manos de mis compañeros brotaban bolas de papel que resultaban ser más molestas que los números y mientras alguno se quejaba, la profesora perdía el poco respeto que le quedaba; las bolas de papel se hacían infinitas y cada vez más me invadía el sueño.

Fue entonces que de las manos de uno de mis compañeros surgió un bollo de papel del tamaño del Sol, que cayó sobre la cabeza de aquella infame profesora. Sucedió algo que jamás olvidaremos: la anciana se derritió, dando lugar a una masa deforme de color verde que inmediatamente se evaporó, dando lugar a una maléfica risa vengativa, que interpretamos amenazante.

Por suerte, la preceptora nos dejó salir temprano.

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