Por Cristian D. Adriani | Berisso Digital Investigación
Si en la primera entrega hablamos de los “viejos chotos” que sostienen la vida, y en la segunda de la fábrica de la distracción, hoy toca mirar un peligro silencioso: la extinción del oficio.
El valor invisible del trabajo concreto
Hoy todo parece virtual. Todo parece “fácil”.
Pero cada vez hay menos personas que saben hacer lo que es indispensable: cultivar, construir, reparar, curar, cocinar, enseñar.
Cada oficio que desaparece no solo lleva conocimiento técnico: se lleva memoria, cultura y supervivencia.
Los oficios son los huesos de la civilización. Sin ellos, la sociedad se derrumba en simulacros.
Los que producen alimentos, los que curan, los que reparan lo que otros rompen: ellos hacen posible la vida diaria.
Sin ellos, la comodidad moderna deja de ser un derecho y se convierte en un lujo que pocos podrán sostener.
La ilusión del progreso sin base
La tecnología promete “liberarnos” del esfuerzo, pero lo que hace es separarnos de la base real de la vida.
Las pantallas y los algoritmos no reemplazan la habilidad de un panadero que reconoce la levadura, ni el ojo del médico que siente la diferencia entre fiebre y inflamación.
El saber hacer se aprende con paciencia, con práctica, con error, con tiempo.
Y cada vez que lo olvidamos, la fragilidad de la sociedad crece.
Lo que queda del legado
Cada generación recibe un paquete: inventos, conocimientos, seguridad, cultura.
Y cada generación tiene la obligación de transmitirlo, no solo admirarlo.
Si la rebeldía se reduce a quejarse desde la pantalla, si los oficios se pierden, y si la memoria colectiva se borra, entonces los logros de los viejos chotos se evaporan.
El oficio enseña disciplina, compromiso, colaboración y paciencia.
Y sobre todo, enseña que el mundo no funciona por likes ni por hashtags, sino por quienes hacen lo que hay que hacer, aunque nadie mire.
La última advertencia
Si dejamos que los oficios desaparezcan, estaremos condenados a un mundo sin sustento, sin sentido y sin raíces.
Un mundo donde lo que parece moderno es solo humo, y la civilización se vuelve frágil como cristal.
Por eso, no es solo nostalgia: es responsabilidad.
La historia, los alimentos, la salud, la educación, los espacios urbanos: todo depende de quienes se levantan temprano y trabajan aunque nadie aplauda.
Y vos, generación distraída, tenés la obligación de aprender, sostener y multiplicar lo que te dieron.
Porque si no, no habrá futuro que valga la pena habitar.