de la Era del Grotesco por Cristian D. Adriani

La transformación de los medios de comunicación y el avance de las plataformas digitales no sólo modificaron el modo en que se trabaja, sino también el sentido mismo del trabajo. En un contexto donde la identidad personal está cada vez más ligada a la productividad y la visibilidad, se consolida un nuevo paradigma: el trabajador-usuario, donde cada persona debe “venderse” como marca en redes sociales, cuidar su “presencia digital” y adaptarse a la lógica del rendimiento constante.

Esta forma de subjetivación, que Byung-Chul Han denomina “sociedad del rendimiento”, desplaza la vieja alienación industrial por una nueva, más sofisticada: la autoexplotación. La promesa de libertad —emprendé, innová, sé tu propio jefe— encubre una precariedad creciente, donde desaparecen las fronteras entre trabajo y vida personal. Muchos jóvenes, por ejemplo, se ven empujados a ocupar múltiples roles simultáneos (freelancer, influencer, vendedor digital), sin garantías ni derechos laborales.

En paralelo, el avance de la inteligencia artificial y la automatización reconfigura la matriz productiva: tareas rutinarias desaparecen, mientras emergen otras altamente especializadas. Esta transición genera incertidumbre estructural, desplazamiento de empleos y profundización de las desigualdades. Como advierte Maristella Svampa, “el modelo de innovación tecnológica sin justicia social refuerza la exclusión”.

El trabajo ya no es, para muchas personas, un lugar de integración social o desarrollo vital, sino una carrera individual de supervivencia en un mercado volátil. Esto debilita el lazo comunitario y alimenta formas de competencia cruda, desafección colectiva y repliegue identitario.

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