SIETE SACOS: EL HOMBRE QUE FUE UN PUEBLO
En las calles de Berisso, donde el vaho de los frigoríficos se mezcla con el olor a río, caminaba un hombre envuelto en capas de tiempo y tela. Lo llamaban Siete Sacos, aunque su nombre real —si alguna vez lo tuvo— se perdió en los pliegues de su ropa ajena. Durante tres décadas, fue un espectro cotidiano: un hombre que dormitaba junto al Hospital Mario Larrain, recogía colillas de cigarrillos en la calle Génova, y conversaba con las sombras del puerto.
I. EL EQUIPAJE DEL SILENCIO
Llegó en los años 70, cuando Argentina sangraba. Nadie supo de dónde. Traía consigo solo un perro flaco llamado Rabito y una leyenda:
“Dicen que fue médico, que llevaba a su familia a Mar del Plata cuando el camión volcó. Solo él sobrevivió. Dicen que era uruguayo, un exiliado que borró su nombre para que no lo encontrara la dictadura…”
Los mitos crecieron como maleza, pero Siete Sacos jamás habló. Solo gruñía monosílabos al recibir un pan o un cigarrillo. Sus siete capas de ropa —viejos sacos de arpillera, buzos raídos, camisas de obrero— eran su casa móvil. En invierno, parecía un oso; en verano, un montón de trapos abandonados.
II. LA REBELIÓN DE LOS AFECTOS
En 1998, el Estado quiso encerrarlo en un neuropsiquiátrico. Fue entonces cuando Berisso mostró su entraña solidaria:
Vecinos salieron con cacerolas. Viejos inmigrantes —griegos, polacos, criollos— bloquearon camionetas oficiales. “Él no molesta, es nuestro”, gritaban.
Lo dejaron en paz. Así, Siete Sacos se volvió símbolo de una resistencia callada: la del que elige su libertad entre cuatro paredes invisibles. Le llevaban guiso a la puerta del hospital, le dejaban abrigos anónimos en la vereda. Hasta los niños aprendieron a no burlarse: “Mi abuelo dice que tiene penas grandes”, susurraban.
III. RABITO Y EL ÚLTIMO VIAJE
En 2010, Siete Sacos desapareció. Rabito, su perro, aulló tres días frente al hospital sin probar bocado. La ciudad se movilizó: mil personas compartieron su foto en Facebook. Lo hallaron en San Francisco Solano, desorientado, murmurando “Mar del Plata… La Plata…”.
Ese episodio reveló una verdad incómoda: Berisso lo había adoptado, pero nunca lo conoció. En sus bolsillos encontraron papeles garabateados con nombres de ciudades. ¿Eran recuerdos? ¿Sueños? ¿Claves de un pasado sepultado?
IV. EL HOGAR DE LOS TALAS: UN FINAL SIN FIN
A los 80 años —frágil como un pájaro mojado— aceptó entrar al Hogar Bartolomé Daneri. Allí, en Los Talas, siguió siendo un extranjero:
Fumaba en silencio, apartado de los otros ancianos. Le gustaba el puré de papas y mirar por la ventana. A veces, escribía “Mar del Plata” en servilletas.
Murió el 6 de septiembre de 2017, después de cenar y fumar su último cigarrillo. En su velorio, una fila de berissenses —obreros, pescadores, nietos de aquellos que le dieron abrigo— desfiló ante su ataúd. El intendente Jorge Nedela lo resumió: “Fue parte de nuestros afectos”.
V. EPÍLOGO: LOS SIETE PLIEGUES DE UN MISTERIO
Hoy, Siete Sacos habita el cementerio Parque de Berisso, pero su fantasma sigue recorriendo el barrio La Nueva York. ¿Quién fue realmente? Acaso ni él lo sabía. Su vida fue un palimpsesto de ausencias:
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El saco del inmigrante (sin patria),
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El saco del luto (sin familia),
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El saco del silencio (sin palabras),
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El saco de la calle (sin techo),
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El saco de la leyenda (sin historia),
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El saco de la solidaridad (sin deudas),
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El saco de la memoria (sin olvido).
Berisso lo convirtió en espejo de su propia identidad: una ciudad hecha de retazos, dolores y dignidad. Siete Sacos no fue un linyera: fue el alma caminante de un pueblo que se reconoció en su soledad.
“Y así sigue: en el viento que mueve los eucaliptos del río, en el niño que pregunta ‘¿Abuelo, por qué tenía siete sacos?’, en la canción de Nicolás Martínez que suena en los bares de la calle Nueva York. Porque en Berisso, los muertos no se van: se vuelven raíces.”