Sebastián Benedetti y Ponchi Fernández presentan “¿Ídolos o Qué?”, una historia local de las publicaciones dedicadas al rock
Teatro de revistas
Publicado por Gourmet Musical, es un monumental trabajo de investigación, basado en más de cien entrevistas, y que abarca entre 1955 y 2025. Una película coral con un reparto lleno de laburantes, soldados de la psicodelia, fenicios de moral dudosísima y espíritus elevados como Miguel Grinberg.

El domingo 27 de octubre de 2002, este mismo suplemento publicó un artículo titulado “Qué se puede hacer salvo hacer revistas”. Ahí, en unos veinticinco mil caracteres de periodismo pre-digital, Martín Pérez contaba por primera vez la saga del Expreso Imaginario: la revista que, durante la última dictadura, se transformó en el arquetipo intocado de la prensa alternativa argentina. “Vos y yo empezamos a investigar esta historia por entonces”, dice Sebastián Benedetti, mirando al cronista. “Una de nuestras primeras fuentes fue aquella nota. La teníamos fotocopiada. Que ahora nos estés haciendo esta nota para la tapa de Radar tiene que significar algo”. Nadie sabe exactamente qué.
Veintitrés años después, a través de Gourmet Musical Ediciones, el propio Benedetti y Ponchi Fernández acaban de publicar ¿Ídolos o qué? Una historia de las revistas de rock en Argentina (1955-2025). El subtítulo es humilde y ambicioso en partes iguales. Como si deslindara responsabilidades, promete una historia singular: una línea argumental posible entre todas las líneas argumentales posibles. El libro, sin embargo, es un mural de proporciones bíblicas. Más de quinientas páginas. Más de cien entrevistas. Más de ocho mil revistas consultadas. Un índice onomástico más largo que la guía telefónica de una ciudad mediana. Una película coral y en cinemascope, con un reparto lleno de laburantes, soldados de la psicodelia, fenicios de moral dudosísima y espíritus elevados como Miguel Grinberg. De fondo, como un horizonte que se aleja y se acerca, la historia social y política de nuestro país durante los últimos setenta años. ¿Cuántos se ahogaron en este mismo océano?
Nacido en Villa Ramallo, criado en distintas partes del país y educado en la Universidad Nacional de La Plata, Benedetti apareció en el horizonte de la prensa nacional con Estación Imposible: un libro (firmado junto a quien suscribe) dedicado a la historia del Expreso. Luego fundó un seminario sobre periodismo contracultural y siguió escribiendo crónicas para medios como Gatopardo, Rumbos o Página 12. “En el 2018, Leandro Donozo, el director de Gourmet Musical, me insiste con la idea de escribir un libro que cuente la historia completa de las revistas de rock”, dice. “Me acuerdo perfecto de su definición: ‘hay que hacer un Estación Imposible pero de toda la historia’. Más allá de cualquier recorte, era una empresa muy grande para encarar solo, así que se nos ocurrió laburar con Ponchi”.
La sociedad tenía su propio lore. Ambos autores, junto a Nicolás Arias, estaban haciendo Los subterráneos: un programa de FM Universidad de La Plata dedicado a la prensa gráfica del género. Fernández, por su lado, ya era célebre en los pasillos del periodismo especializado por su hemeroteca y su bonhomía de bonaerense profundo. “Nací en Ayacucho”, dice Fernández. “En mi casa había algunas Canta Rock, pero el hecho clave sucede en el kiosco de Dastin, en pleno centro. Entro a preguntar si venden Canta Rock, pero ya no existían. Tengo el culo de tener atrás mío a Genca, el mozo del bar de enfrente. Justo había ido a comprar puchos, no sé qué diablo. ‘Vos sos el chico de Fernández, ¿no?, me dice. ‘Cuando salga de laburar te voy a llevar una cosa’. Y me llevó una pilita de unas treinta revistas. Ahí arranca mi mambo”.
La dinámica de los autores es un ying-yang. Por un lado, un cronista con oficio y buena mano para los perfiles que también es capaz de recordar la fecha en la que salió el primer número de Zaff! Por el otro, un coleccionista obsesivo con ideas cruzadas y el encanto suficiente para conquistar al entrevistado más amargo. Así, entre los estudios de la radio y los claustros de la hemeroteca del rock argentino, salieron disparados en mil direcciones. Querían todo. Hablar con todos. Contar todas. Las franquicias con CEO’s amurallados en oficinas vidriadas y los fanzines de un solo número, abrochados por dos adolescentes con problemas de conducta en un rincón del conurbano. Los periodistas con posgrados, los dealers con plata en negro, los místicos, los buscas con buen olfato para las tendencias. Los fans devenidos en lectores devenidos en periodistas devenidos en editores. El aleteo mercurial del papel en la habitación de un adolescente.
EL CLICKBAIT ES VIEJO
Como gambito de apertura, el ataque no puede ser subestimado. “Y resulta que el padre del periodismo de rock en Argentina fue Lucho Avilés”, dice el libro, en el arranque. Suena como una boutade. Una ocurrencia para condimentar la sobremesa. Pero, ¿de dónde salió? La propia cronología de la tapa (2015-2025) considera el revisionismo que están haciendo periodistas como Víctor Tapia. Así, a lo largo de las primeras páginas, aparecen todas esas notas sobre rock & roll que se publicaban en Jazzlandia. También las tapas de Ritmo Juvenil con Johnny Tedesco y, sobre todo, el número inédito de La Mano (la primera, de 1966) y la increíble Esta Generación: una publicación ideada por alumnos del Nacional Buenos Aires como el Colorado Rabey, Rita Segato, Javier Arroyuelo y Pedro Pujó. Sin embargo, a la hora de poner un kilómetro cero, el libro marca noviembre de 1967: revista JV con Los Gatos en la tapa.
“Cada vez que consigo revistas, lo primero que hago es mirar el staff”, dice Fernández. “Acá eran todos nombres desconocidos. El único que me sonaba era el director editorial: un tal Luis César Avilés. ¿Será Lucho? Busqué en qué año había nacido, hice cuentas y cerraba. Conseguí el teléfono y lo llamé. Aló, me dijo, como los uruguayos. De fondo se escuchaban gritos y qué se yo, así que le hago toda la perorata. Ah sí, fue uno de los primeros trabajos que hice cuando llegué de Uruguay. Ahí me dice que siempre le gustaron los Beatles y quedamos en hacer una nota. Pero volví a hablar otra vez para coordinar y a las pocas semanas se murió. Una pena que no llegó al libro”.
Encolumnadas detrás de JV, orbitando alrededor de “La balsa”, aparecieron Pinap, Ruido Joven, Bang!, Pelo Largo y Ritmo Beat. En el sumario de cualquiera de esas revistas, todavía no estaba trazada la brecha entre la música complaciente y la futura progresiva. Después de todo, Los Gatos y La Joven Guardia no eran tan distintos. Eran jóvenes de los sesenta en Argentina. Con discos de los Beatles. Con Rayuela bajo el brazo. Con el pelo sobre los hombros, con minifaldas. Todas estas revistas, en asociación con los sellos, eran capaces de poner en la tapa a un artista y ni siquiera mencionarlo en alguna nota. El clickbait, como se ve, es muy antiguo.
El ojo de Benedetti y Fernández, en ese sentido, es sobrehumano. Encuentran perlas hasta en los Correo de Lectores (donde nos enteramos, por ejemplo, que Johnny Allon ganó cinco millones de pesos en la lotería y planeaba usarlos para bancar su propio local beat) o la columna de legales (donde nos enteramos, por ejemplo, que la redacción de Bang! funcionaba en el aristocrático Edificio Houlder). El cruce de los datos hace cortocircuitos por todos lados, que los autores usan para alimentar sus ideas o su humor. Que a veces son lo mismo. “Osvaldo Daniel Ripoll está impecable”, dicen. “Llamativamente impecable si consideramos cómo muchos creen que está: muerto”.
En efecto: uno de los personajes centrales es el fundador de Pelo. En el final de la primera parte, lo vemos salir despedido de Pinap para reaparecer dos páginas después atrincherado en un sótano de Independencia y Entre Ríos. Con un diseñador, una secretaria, quinientos dólares (prestados por su madre) y una misión. “Dentro del mundillo, Ripoll siempre fue muy criticado”, dice Benedetti. “Se lo acusó de comercial y qué se yo, pero estamos hablando de un tipo que hizo Pelo durante treinta años. Que armó una editorial. En un momento dice: ‘Yo no hice Pelo para ser rockero, sino para ser editor’. Sin embargo, aunque lo niegue un poco, siempre fue rockero. Tiene una vocación militante que es innegable. Ahí hay una actitud de batalla frente a lo que entonces se llamaba música complaciente. El tipo se propone construir una escena. Y lo logra”.
LA EXCLUSIVA
Una agenda son personas. Durante el verano ’72/’73, en la legendaria buhardilla de Pistocchi sobre la esquina de Viamonte y Pasteur, se celebraron una serie de tertulias. Lo que se comió y bebió permanece en el más estricto de los secretos, pero los asistentes y el objetivo fueron información pública. a) Grinberg, Spinetta, Marta Kelly, Oscar Del Priore, los hermanos Del Guercio, el poeta Hugo Tabachnik, Rodolfo García, etc; b) reunir fuerzas, capitalizar el zeitgeist. Así, aún bajo el gobierno de Lanusse, tanto Grinberg (a través de su programa de radio) como Pistocchi (desde su columna en Pelo) lanzaron una convocatoria abierta para reunirse todos los domingos en el Parque Centenario.
“Nos teníamos que dividir en unidades temáticas”, recuerda Grinberg, en el libro. “Un grupo de poesía, un grupo de música, un grupo de ecología, un grupo de teatro, un grupo de orientalismo… era ver las afinidades de la gente. No teníamos experiencia en manejar multitudes: y cuatrocientos tipos juntos en una plaza son una multitud”. La escena es religiosa. Al final de cada encuentro, los asistentes abrochaban todas esas hojas y armaban una ronda para exhalar el omm del periodismo amateur. Así, bajo las arboledas, se hicieron los nueve números de Parque: un cadáver exquisito que podría ser el big bang de la prensa subte argentina. El nacimiento de una agenda.
“La fotocopia, el mimeógrafo, la hoja A4 doblada al medio”, dice Fernández. “Esas revistas son difíciles de conseguir. Aparecen de a puchos. Yo tengo un montón, pero se vuelve complicado completar el recorrido de cada una. Algunas de esas revistas, con una circulación muy pequeña, a lo mejor metían una entrevista de dieciocho páginas con Spinetta. Ahí ves que los tipos, en esa época, atendían a todos. La mayoría son muy personales. Funcionaban con muy pocos colaboradores o eran la idea de una sola persona, que escribía, dibujaba, editorializaba, copiaba y vendía”.
Los perfiles, queridos centennials, no son nuevos. Las redes sociales, tampoco. El Correo de Lectores del Expreso, en ese sentido, es un foro de altísima concentración: ahí está el ethos de la época. Todos esos chicos atrincherados en sus piezas mientras, en las calles, suenan las sirenas de “El show de los muertos”. “Ahora, con el marco de la historia completa, uno valora incluso un escaloncito más lo que fue esa experiencia”, dice Benedetti. “La película arranca mucho antes y termina muchísimo después, pero en ese momento se unieron un montón de fichas para hacer algo único”.
Expreso es el standard ético. La revista que concentraba todos los intereses de la contracultura pero se podía comprar en los kioscos. La revista que no iba detrás de la industria. Era al revés. Si Hermeto Pascoal tocó en la Argentina fue porque salió en la tapa del Expreso y no al revés. El libro, en ese sentido, cuenta un mea culpa extraordinario. Javier Cófreces, entonces redactor de Magendra, revela que no se puede quitar las “manchas de integridad” que le quedaron después de escribir su cobertura del show de Joe Cocker en el Luna Park. “Según la cobertura de Roll, fue un desastre”, dice Fernández. “Que era un borracho, que daba lástima, que se revolcaba. La verdad es que fue un show del carajo. El problema es que Joe Cocker le había dado la exclusiva a Expreso Imaginario, entonces había que pegarle que era un viejo borrachín que apenas podía tocar”.
HIPPIES PUNKS MODERNOS
“El desafío más grande es ¿qué vamos a hacer con la libertad?”, se preguntaba Grinberg, en una nota de 1984 para Canta Rock. “Hoy estamos todos en la superficie: donde ya no es posible arrojar la piedra y esconder la mano”. Después de casi ocho años, el enemigo preciso de la Junta Militar dejaba su lugar a una democracia tutelada y la resistencia cultural era obligada a reconsiderar tanto sus métodos como sus objetivos. De pronto, todos esos tipos que estaban apiñados bajo el mismo paraguas, salieron disparados.
Espirituales o barderos. Hippies, modernos, punks, psicobolches. En papel obra o satinados, rubricados en color o de riguroso blanco y negro. Las tapas de la época panean las grandes tensiones del período con un gesto de mayor o menor urgencia: desde la Guerra de Malvinas hasta el destape de la primavera alfonsinista, pasando por el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, el regreso de Mercedes Sosa y el desembarco de una generación nueva de revistas (Pan Caliente, Mutantia, Banana, Cerdos & Peces, Vaselina, Tren de Carga, Canta Rock, etc.) para una generación nueva de artistas (Virus, Los Encargados, Abuelos, Viudas, Los Twist, Soda Stereo, etc.). Eran los hermanos menores.
“Aunque parezca una locura, hace ocho años atrás todavía estábamos ubicando gente por teléfono fijo”, dice Fernández. “En un momento, queríamos a ubicar a Jorge Ellinger, de El Juglar Contemporáneo. Teníamos un teléfono de línea. Hola, buen día. Qué tal, me dicen, ¿tu nombre? Alfonso. Quería contactar con Jorge Ellinger. Ah, me dicen, por línea privada te podemos pasar entonces su teléfono. ¿Qué? ¿Estoy al aire en este momento? Resulta que estaba saliendo en un programa de Lanús o no sé dónde carajo porque el fijo que me pasaron era una radio. Era un concurso. No me gané la heladera, pero me dieron el teléfono del tipo y así fue como averiguamos que Jorge Telerman había estado en la mesa chica de El Juglar Contemporáneo”.
Con el negocio, llegaron los intermediarios. Managers, road managers, prenseros, administrativos. Caterings. Conferencias de prensa. Con la aparición de la estrella de rock, apareció –diametralmente– otro tipo de periodista y se abrió la Zanja de Alsina. Aparecieron los suplementos en los diarios de tirada nacional y las revistas que, desde el propio título, jugaban con las reglas del marketing: 13/20. La entrevista con Fernando Cerolini, editor de Vos (en todas), es el grado cero del cinismo. “Ningún prurito”, recuerda Fernández. “El tipo no hablaba de la reflexión de los jóvenes o qué se yo. Nos contaba cómo agarraban los posters que en un número les habían quedado de clavo y los volvían a abrochar tres números más tarde. Un animal editorial”.
En ese preciso momento, mientras Tango feroz y la masificación del CD provocaban un boom del revisionismo, Norberto Cambiasso y Pablo Schanton discutían el futuro en el Instituto Goethe. El uno a uno permitía todos esos discos de música alternativa pero los pibes ya no tenían plata para comprarlos. La fricción produjo revistas como Esculpiendo Milagros, Ruido, Revolver. “Quería intervenir en el rock argentino”, dice Schanton. “Cambiar el discurso. En ese sentido era como un Firmenich. Y nunca mejor dicho, porque había (y hay) una derecha del periodismo de rock, que son los periodistas de la corte”.
EJE DE FLOTACIÓN
Eso es sencillamente feo. En las oficinas neoyorquinas de la Rolling Stone, Víctor Hugo Guitta asistía en vivo y directo a la destrucción de la tapa de su número cero. En la foto, Fito Páez sostenía una vela para atravesar la larga noche de la Alianza. Después, como si fuera un vía crucis periodístico, el futuro director pasó por cada una de los departamentos de la marca: diseño, redacción, fotografía, archivo. “Es un testimonio descomunal”, dice Fernández. “No sólo porque Guitta cuenta toda la cocina del nacimiento de Rolling Stone argentina, sino porque está narrado desde el delfín de los Saguier. No es la voz que solemos escuchar. No es Gloria Guerrero, no es Fernando Sánchez. No es la pata rockera. Es el tipo del Grupo La Nación que viaja a Estados Unidos para aprobar su revista y lo rebotan”.
Como si fuera un fenómeno geológico, la aparición de franquicias como Inrockuptibles o Rolling Stone modificó el eje de flotación. No sólo porque de pronto había dos gigantes que se orbitaban, sino por el flujo migratorio de profesionales. Los benditos Recursos Humanos. Mientras el país se encaminaba hacia su propio iceberg, cientos de pibes que escuchaban discos pensaron que efectivamente podía ser una forma de ganarse la vida sin dejar de fumar marihuana. La García abrió una línea de fuga, pero la aparición de La Mano rompió el bi-partidismo. Con su evocación a los orígenes, con media cúpula del Expreso y “los ochenta, sesenta mil dólares” de Ralph Rothschild. Con esa malicia onda Alta fidelidad que está en el sagrado corazón del oficio.
Según el libro, su cierre gatilla una cuenta regresiva. Porque dialoga con el desplazamiento del rock como música de los jóvenes, por la evaporación del soporte, por los cambios operados por las redes sociales. El algoritmo trabaja en las sombras de la zona de confort. Una buena revista te alienta a dejarla. “Ahora el público, en general, lo único que busca de un medio es la confirmación de lo que ya piensa o cree que piensa”, dice Benedetti. “Es muy sensible a leer cosas que sean refractarias o que lo cuestionen. Miremos los podcasts, los streamers. Cualquier comunicador, de la corriente que sea, está buscando darte la razón. Eso, inevitablemente, lleva a un achatamiento de la crítica en el sentido más profundo”.
Spoiler alert. Las últimas páginas son una evacuación. Asediados por una amenaza informe, periodistas y diseñadores y fotógrafos son obligados a dejar la ciudad que soñaron. Es un espectáculo amargo. Épico, a su manera. Hay gente encerrada en roperos, mal alimentada. Cosas así. “Estas personas, desde el lugar más mainstream hasta el sucucho más contracultural, nos abrieron la puerta para ir a jugar”, dice Benedetti. “Después cada uno tiró de esa soga y llegó hasta donde quiso y donde pudo, pero fueron estos medios los que nos sacudieron la cabeza. En este momento del periodismo y de la historia, en medio de una comunicación desquiciada, era necesario recordar a esta gente. Y decir gracias”.