Un análisis provocador, inspirado en las ideas de Horacio González, cuestiona el discurso tradicional sobre la corrupción y revela cómo su denuncia puede terminar fortaleciendo al poder real.

¿Cuántas veces hemos escuchado que la corrupción es el cáncer que carcome a la Argentina? Que si los políticos fueran más “honestos” o “morales”, nuestros problemas se solucionarían. Pero, ¿y si esta forma de pensar el problema fuera, en realidad, parte del problema mismo?

Un análisis profundo, que retoma las tesis del fallecido sociólogo Horacio González, propone un giro radical: la corrupción es, ante todo, un concepto religioso. Esta idea, lejos de ser un simple juego de palabras, nos obliga a repensar todo lo que damos por sentado.

La moral como distracción del mago

Pensar la corrupción en términos religiosos implica enmarcarla en una moral universal, often cristiana, que clasifica los actos entre “buenos” y “malos”. El peligro de esto, como sugería Nietzsche, es que nos fijamos en los “fenómenos morales” y no en las “explicaciones morales de los fenómenos”.

En criollo: denunciar la “inmoralidad” en la función pública puede ser como fijarse en los trucos del mago para distraernos de cómo metió realmente el conejo en la galera. La indignación moral se convierte en una cortina de humo que oculta los mecanismos reales del poder.

Culpamos a las brujas, pero no miramos la casa

Esta lógica funciona como una “casa de brujas”. Culpamos a individuos (las “brujas”) por las fallas de un sistema (“la casa”) que en realidad está lubricado por la grasa del capital. Así, el sistema en su totalidad queda exento de toda culpa. Se nos hace creer que el problema es una manzana podrida, y no la canasta que la pudre.

Peor aún, se argumenta que para el capital, que es inherentemente inescrupuloso, esta “superestructura moral” es esencial. Necesita una fachada de virtud para operar. Y he aquí la paradoja: quienes más se indignan y buscan regenerar la moralidad pública, sin quererlo, amplifican y validan el orden del capital que dicen combatir. Es como querer cambiar a los jugadores sin tocar las reglas del juego, que siempre están diseñadas para que gane la misma banca.

La defensa estratégica del Estado

Frente a este diagnóstico, surge una defensa contundente del Estado. El autor del análisis argumenta que “aguante el Estado, loco”, porque más allá de sus falencias, representa una de las únicas formas de organización de lo público. Es el único dique de contención posible frente a la fuerza imparable del capital y la influencia de potencias extranjeras.

Si bien el Estado a veces funciona mal, se afirma que “lo privado es peor” porque sus incentivos son puramente la ganancia, por encima de cualquier interés colectivo. La solución, entonces, no es destruir el Estado –una idea que beneficia a los poderosos–, sino proponer formas serias de arreglarlo y fortalecerlo.

El verdadero problema de fondo

El verdadero problema no sería entonces la corrupción como delito aislado, sino un modelo de país que ajusta sobre los débiles para garantizar la ganancia de los poderosos. La peor corrupción no ocurre a escondidas: sucede cuando se toma deuda de manera astronómica con fanfarrias o cuando se desmantelan desde el poder los controles que protegen a la gente.

Mientras el debate público se estanca en un infantil “ellos también robaban”, se nos distrae de la discusión de fondo. Es más fácil imaginar el fin de un gobierno que el fin de la corrupción estructural.

En conclusión, esta mirada nos desafía a dejar de lado la “guerra santa” moral que solo lleva a la victimización y a profundizar la grieta. Nos invita, en cambio, a tener el coraje de analizar las estructuras de poder que realmente condicionan nuestra vida y a defender lo público como la única trinchera desde la cual se puede construir una sociedad más justa.

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