El legado del Imperio español: entre la burocracia y la improvisación
Somos herederos de un imperio que, en su momento, fue el más vasto del mundo, pero también uno de los más ineficientes. La estructura burocrática española, diseñada para controlar territorios distantes, a menudo resultaba lenta e incapaz de adaptarse a las necesidades reales de sus colonias. Esta ineptitud quedó plasmada en una frase recurrente entre los funcionarios coloniales: “Se honra, pero no se cumple”.
Esta expresión reflejaba una actitud pragmática: las órdenes llegadas desde España eran formalmente reconocidas, pero muchas veces se archivaban sin aplicarse, ya sea por considerarse inviables o porque, para cuando llegaban, la realidad había cambiado. El desfase temporal entre la metrópoli y sus colonias era tal que las disposiciones reales frecuentemente quedaban en el olvido.
La corrupción y la ambición en el Nuevo Mundo
El Imperio español fue construido por conquistadores audaces que acumularon fortunas incalculables. Para mantener el control, la Corona impuso una pesada burocracia, proclive a la arbitrariedad, el favoritismo y la codicia. Aunque estos vicios no eran exclusivos de los españoles, el sistema virreinal los exacerbó.
Los virreyes, al finalizar sus mandatos, debían someterse a un juicio de residencia para evaluar su gestión. Sin embargo, pese a la corrupción generalizada, pocos fueron condenados. La mayoría de los funcionarios ambicionaba enriquecerse para regresar a España y vivir como nobles, mientras que solo las clases más bajas veían en América una oportunidad para establecerse y labrar un futuro.
La leyenda negra y la hipocresía inglesa
Las debilidades del Imperio español fueron hábilmente explotadas por sus rivales, especialmente Inglaterra, que construyó una leyenda negra para desprestigiar a España. Mientras acusaban a los españoles de crueldad y fanatismo, los ingleses encumbraban a piratas como Francis Drake y Walter Raleigh, elevados al rango de caballeros.
Sin embargo, Inglaterra omitía sus propias atrocidades: persecuciones religiosas, ejecuciones políticas y saqueos coloniales. Exageraban victorias como la de la Armada Invencible (1588), pero callaban sus derrotas, como las sufridas frente a Blas de Lezo en Cartagena de Indias (1741).
El mercantilismo y el auge del contrabando
La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 respondió a múltiples factores: las limitaciones del mercantilismo español, el hostigamiento de piratas ingleses y la expansión portuguesa. Pero uno de los mayores problemas era el contrabando, que había alcanzado niveles escandalosos en el Río de la Plata.
El sistema mercantilista español era absurdo: los productos destinados a Buenos Aires debían viajar desde Panamá hasta el Callao (Perú), cruzar los Andes en mulas y luego atravesar la aduana seca de Córdoba, que cobraba un impuesto del 50%. Era lógico que el contrabando floreciera. Además, muchos judíos perseguidos por la Inquisición portuguesa en Brasil se refugiaron en Montevideo y Buenos Aires, dedicándose al comercio ilegal.
En 1776, Carlos III estableció el libre comercio entre España y América, abriendo múltiples puertos para dinamizar la economía. Sin embargo, la burocracia siguió siendo asfixiante: aduanas, tribunales, juntas y superintendencias se multiplicaron, pero el contrabando nunca desapareció.
Los jesuitas: un imperio dentro del imperio
Antes de la creación del virreinato, la Compañía de Jesús había sido un pilar económico y cultural. Los jesuitas administraban vastas propiedades, educaban sin distinción de raza y organizaron a los indígenas en misiones autosuficientes. Su poder generó recelos en las cortes europeas, dominadas por masones como el marqués de Pombal (Portugal) y el conde de Aranda (España).
En 1767, los jesuitas fueron expulsados de América. Sus misiones quedaron abandonadas, y Portugal aprovechó para invadir territorios en Misiones y la Banda Oriental. El primer virrey, Pedro de Cevallos, lideró una expedición militar para recuperar Colonia del Sacramento, pero el Tratado de San Ildefonso (1777) cedió Río Grande do Sul a Portugal, mostrando la política española de “sacrificar lo que nos sobra”, que luego se repetiría en la pérdida de Paraguay, Bolivia y Uruguay.
Buenos Aires: de aldea a capital virreinal
Bajo el gobierno del virrey Vértiz, Buenos Aires se transformó. Se construyeron hospitales, orfanatos y el Colegio San Carlos (antecedente del Nacional Buenos Aires). La economía creció: en 1795, incluso se exportaban zapatos a Nueva York. Sin embargo, el puerto de Buenos Aires era inferior al de Montevideo, lo que generó tensiones comerciales y políticas.
La rebelión de Túpac Amaru y las grietas del imperio
La mayor rebelión indígena del virreinato fue liderada por José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, en 1780. Denunciando los abusos de los corregidores, movilizó a miles de indígenas. Aunque la Corona sofocó la revuelta con extrema crueldad, el nombre de Túpac Amaru se convirtió en símbolo de resistencia.
La caída del virreinato y las lecciones no aprendidas
Las invasiones inglesas (1806-1807) demostraron que los criollos podían defenderse sin ayuda española. Cuando Napoleón invadió España en 1808, el virrey Cisneros no pudo contener el descontento. La Revolución de Mayo de 1810 fue el punto final de un sistema agotado.
Sin embargo, muchos vicios del virreinato persistieron: burocracia parasitaria, corrupción y una cultura del “se acata pero no se cumple”. El Imperio español cayó por no aprender de sus errores, y sus colonias heredaron sus contradicciones.
Los virreyes del Río de la Plata
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Pedro de Cevallos (1776-1778)
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Juan José Vértiz (1778-1784)
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Nicolás del Campo (1784-1789)
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Nicolás de Arredondo (1789-1795)
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Pedro Melo de Portugal (1795-1797)
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Antonio Olaguer y Feliú (1797-1799)
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Gabriel de Avilés (1799-1801)
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Joaquín del Pino (1801-1804)
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Rafael de Sobremonte (1804-1806)
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Santiago de Liniers (1807-1809)
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Baltasar Hidalgo de Cisneros (1809-1810)
El Virreinato del Río de la Plata fue un experimento fallido, pero su legado sigue vivo en la idiosincrasia de las naciones que surgieron de su disolución.