Los inicios de julio son tiempos fuertes en el recuerdo de los argentinos. Un día tres murió en su ciudad alejado del poder, Hipólito Yrigoyen. Cuarenta y un años después,un primero de julio, en ejercicio de su tercera presidencia, lo hacía Juan Domingo Perón.
Es rico el calendario de Julio en hechos que merecen recordación. Quizás no sea, en el fondo, distinto de otros meses, pero a simple vista para un argentino no deja de ser por lo menos significativo que, de pronto, aparezca ante su imaginación la secuencia de momentos de la dimensión de los fallecimientos de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, o la coincidencia de la declaración de la Independencia y de la heroica Defensa de Buenos Aires en 1807, aún más, las memorias de la Revolución del Parque y del tránsito a la inmortalidad de Eva Perón.
Impresiona la vastedad, la densidad y la profundidad de los acontecimientos. Pero deseo destacar las figuras del caudillo de Balvanera y del conductor de los pagos de Lobos, cada uno en su tiempo objeto del amor de la gente, del pueblo que desde Cevallos venía siendo la columna vertebral de estas “provincias del sur”.
FUERON DOS TESTIGOS DE SU GENTE, LOS DOS SINTIERON EN LAS MANOS, EL DOLOR DE LOS HUMILDES, LO TOCARON, Y DE INMEDIATO PERCIBIERON QUE RECIBÍAN UN MANDATO: EL ALIVIO DEL SUFRIMIENTO DE LOS MÁS POBRES, DE LOS MÁS DÉBILES, DE LOS DESCARTADOS, DE LOS MÁS NECESITADOS ENTRE TODOS.
Los dos criollos, el “doctor” que venía de los entreveros alsinistas, de las dianas del 80 y de la alborada “boina blanca” de la Revolución del Parque, precisó crearle un sitio a los hijos de la inmigración, a todos, pero especialmente a los hijos de la Europa meridiana; y el “coronel” que hizo crecer una Argentina nueva, compleja y con destino de grandeza, en la que, paradójicamente volvieron a encontrar su lugar al sol aquellos compatriotas de color moreno, quizás por herencia de la “madre indiana”, o de los soles bravos de América, portando orgullosos sus apellidos de la primera conquista, de aquellos “padres Primeros” como dijera un pensador nacional.
Les tocó a ambos actuar en una línea cuyos inicios bien podrían rastrearse en la Asunción del Paraguay de Irala y su comunidad hispano guaraní, o en los hogares santiagueños, línea que continuaría con Hernandarias y Pedro de Cevallos y luego de San Martín y Belgrano llegaría a ellos a través de los épicos protagonistas del caudillaje federal y por la presencia de Don Juan Manuel de Rosas.
No fueron estos hombres amamantados con la leche estéril de las enciclopedias y de las niñeras nórdicas, muy por el contrario fueron ellos, Hipólito y Juan, los portadores de un programa histórico que siempre se cumple con la condición aquella de que “venga un criollo/ en esta tierra a mandar”.
Es innegable que tanto uno como el otro han sido prefiguraciones de ese criollo esencial que nos aguarda en el futuro.
Ambos cumplieron las voluntades del Destino. Ambos tuvieron la intuición de incorporar a los sectores que en cada etapa emergen o re-emergen en nuestra historia. Sin alardes, ni retorcidos discursos supieron dar sitio a esas gentes, a esas vastas mayorías nacionales en las que no se practicaba ninguna discriminación.
Alentaron al pueblo en su marcha, al pueblo en movimiento, que no es, quede claro, una suma aluvional que resultaría en definitiva un híbrido, sino una secular tarea de incorporación y acumulación sobre una base fundacional.
Estos dos brazos, la mirada amorosa y eficaz sobre los humildes y la asunción de una verdadera tarea de pastoreo, al modo del Buen Pastor al que conocen sus ovejas, han sido las dos grandes maneras en la que los dos conductores, cuya muerte recordamos en julio, supieron hacer, en el sentido más noble, Política.
Política que en forma fiel los unió con su pueblo.
Con el pueblo al que fueron “haciendo”, al que fueron tallando, respetando eso sí, una forma anterior que estaba en la inteligencia divina, en el plan providencial del que nos habla San Agustín.
Este ha sido el camino de los conductores, de los pastores, de los hacedores. Frente a ellos, los manipuladores, los destructores, los que descartan, los politiqueros, solo pueden intentar engañar, segmentar, romper, enfrentar a los argentinos.
Como en un paisaje de nuestra literatura o de nuestra plástica, el de Balvanera y el de Lobos, se ponen hoy, otra vez, al frente de su pueblo en movimiento.
Sin excluidos o como dijera aquel poeta español, “sólo los que no aman, ni por lo tanto sirven, solo ellos afuera”, los demás juntos como lo quisieron Yrigoyen y Perón.
Autor:
Alberto Barriaga
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