El relato Tomates verdes de Ivana Kosu evoca una época de sencillez, comunidad y cuidado por los recursos, donde la vida giraba en torno a la solidaridad y el aprovechamiento de lo que se tenía.
Tomates verdes
He nacido y vivido en una época en la que no se pasaba hambre, en la cual en la mesa de mediodía y de la noche siempre había almuerzo y cena en la que los vecinos se prestaban una taza de azúcar o un pan de jabón para poder lavar la ropa y que se devolvía con el cobro de la quincena; una época hermosa y feliz, en la que no teníamos juegos sofisticados pero los niños del barrio nos juntamos todos los días a jugar a las escondidas, a la mamá y aunque en el barrio hubiera una sola muñeca, era la hija de todos. Muñeca de la que un día éramos madres otro día tías, primas, enfermeras o médicas.
Todo se compartía en esa época. Los tomates se maduraban y consumían durante el verano, en el invierno no había tomates.
Los viernes, mis compañeros de trabajo se rieron y asombraron porque descubrimos una planta cerca de tomates verdes y un colega los recogió en una bolsa y me los entregó en una cantidad respetable; una bandeja de rebosante que hoy se encuentra sobre el desayunador y que mañana serán envasados.
Aprendí a guardar los tomates que no alcanzaban a madurar en la huerta que mi padre cultivaba en el fondo de la casa en la casa que vivíamos, así nada se desperdiciaba y por eso no pasamos hambre, y los tomates verdes por pequeño que fueran se lavaban muy bien y luego se extraía del cabo, se colocaban en frascos de vidrio y se ponían con vinagre preferentemente de manzana, luego se colocaba una tapa lo más herméticamente posible y se guardaban. Se los maceraba así, y el vinagre los volvía comestibles para consumirlos. Una vez macerados, se los pasaba debajo del agua y luego se cortaba en trozos.
Para consumirlos se los cortaba en trozos pequeños, se los lavaba bastante bajo el agua y se los aliñaba con sal y aceite. Era una exquisita ensalada del invierno para acompañar carne o pollo.
Hoy ya no existe ese cuidado por conservar los alimentos, se ha perdido.
Análisis del texto:
La época dorada
Imagina un barrio humilde pero lleno de vida, donde las casas están cerca unas de otras y las puertas siempre están abiertas. Los niños corren por las calles de tierra, jugando a las escondidas o a la mamá, compartiendo una única muñeca que se convierte en la protagonista de mil historias. Es una época en la que no hay hambre, no porque haya abundancia, sino porque todo se comparte: una taza de azúcar, un pan de jabón, una sonrisa. Las mesas siempre tienen algo que ofrecer, aunque sea sencillo, y la comunidad se sostiene con pequeños gestos de generosidad.
La huerta de papá
En el fondo de la casa, hay una huerta cuidada con esmero. Es el orgullo de la familia, un pequeño oasis donde crecen tomates, hierbas y otras verduras. Los tomates maduran en verano, llenando la mesa con su color rojo intenso. Pero en invierno, no hay tomates. Por eso, nada se desperdicia. Los tomates verdes, aquellos que no alcanzaron a madurar, se lavan con cuidado, se les quita el cabo y se colocan en frascos de vidrio. Se cubren con vinagre de manzana, se tapan herméticamente y se guardan para los meses fríos. Es una práctica que habla de respeto por la comida y de la sabiduría de quienes saben que cada recurso es valioso.
Los tomates verdes de hoy
Los viernes, en el trabajo, el descubrimiento de una planta con tomates verdes despierta risas y asombro. Un colega los recoge con cuidado y los entrega en una bolsa, como un tesoro. Esos tomates verdes, rebosantes de vida, descansan ahora sobre el desayunador, listos para ser envasados. Es un gesto que conecta con aquella época en la que nada se desperdiciaba, en la que los alimentos se conservaban con paciencia y amor.
El sabor del invierno
Una vez macerados, los tomates verdes se lavan bajo el agua y se cortan en trozos pequeños. Se aliñan con sal y aceite, convirtiéndose en una ensalada sencilla pero deliciosa, perfecta para acompañar un plato de carne o pollo. Es un sabor que lleva consigo el recuerdo de la huerta, del esfuerzo de papá, de las risas de los niños en el barrio y de la solidaridad de los vecinos.
Lo que se perdió
Hoy, en un mundo de abundancia y desperdicio, esa práctica de conservar y compartir parece haberse perdido. Pero en los tomates verdes, en su sabor ácido y reconfortante, sigue viva la memoria de una época en la que la vida era más simple, más humana y, quizás, más feliz.
La nostalgia por una época en la que la comunidad, el cuidado y el aprovechamiento de los recursos eran pilares fundamentales de la vida cotidiana. Los tomates verdes no son solo un alimento, sino un símbolo de una forma de vida que, aunque ya no existe, sigue viva en los recuerdos y en las pequeñas tradiciones que se mantienen.