En la Italia decimonónica, donde la etiqueta nobiliaria veneciana elevaba la pulcritud social a arte ceremonial, floreció un ingenio tan práctico como discretamente revolucionario: la vanvera. Este artefacto de discreción aristocrática no solo mitigaba los accidentes flatulentos en salones palaciegos, sino que encarnaba toda una filosofía de sofisticación clandestina: resolver con ingenio lo que la biología volvía inevitable.

Sus raíces se hunden en el humus de la antigüedad. Ya en los simposios del Nilo y los triclinios romanos, donde los excesos gastronómicos desembocaban en consecuencias gaseosas, los patricios empleaban el prallo: un recipiente de alabastro o ébano con doble conducto. Colocado con pericia anatómica, permitía redirigir las emanaciones mediante un sistema de boquillas, mientras hierbas como mirto o menta disfrazaban los efluvios. Así preservaban los faraones el halo divino de sus banquetes, y los césares la majestad entre borracheras de garum.

El Renacimiento veneciano rescató este savoir-faire escatológico. Artesanos de Cannaregio perfeccionaron dos variantes que marcarían época:

  1. Vanvera da Passeggio: Obra maestra de ergonomía barroca. Una copa de cuero veneciano moldeada al cuerpo albergaba una vejiga de cerdo tratada con ámbar gris. Los gases, almacenados en este receptáculo hermético, podían evacuarse discretamente tras los cortinajes mediante un cordón de seda. Su diseño se ocultaba bajo miriñaques y justillos, siendo indispensable en premieres de La Fenice o recepciones ducales.
  2. Vanvera da Alcova: Versión doméstica con tubería de estaño repujado. En estío canalizaba las emisiones al Gran Canal mediante un sistema de sifones; en invierno, a estufas de leña en cuartos de servicio. Crónicas de alcoba sugieren que los novios patricios la usaban como amortiguador nupcial, evitando que el fragor intestinal empañara la liturgia del desposorio.

Su ocaso llegó con el siglo XX: los nuevos códigos burgueses privilegiaron el autocontrol fisiológico sobre los artilugios. Hoy su eco pervive en el dicho “parlare a vanvera” —hablar sin sustento—, quizás reminiscencia de esos balbuceos intestinales que, pese a válvulas y aromas, delataban la humana vulnerabilidad tras la máscara de la elegancia.

Más que curiosidad histórica, la vanvera simboliza el eterno duelo entre naturaleza y etiqueta: recordatorio de que hasta en lo más prosaico, el ingenio humano teje capas de civilización. Un tributo a esos artesanos anónimos que convirtieron tabúes en tecnología, y flatulencias en filosofía del disimulo.

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