No, la música que domina el mercado no es inocente. No es casual, no es “lo que la gente pide”, no es una simple evolución cultural. Es ingeniería social con base rítmica. Un dispositivo de domesticación emocional disfrazado de fiesta permanente.
La música siempre fue poder. Por eso el poder siempre quiso controlarla. Quien define qué suena, define qué se siente, qué se desea y hasta qué se considera normal. Hoy ese control no lo ejercen censores visibles, sino corporaciones, plataformas y algoritmos que deciden —con precisión quirúrgica— qué se repite hasta el hartazgo y qué se entierra en el silencio.
Géneros como el reggaetón industrializado no conquistaron el mundo por azar. Fueron empujados a la fuerza, inflados artificialmente, reproducidos hasta el agotamiento. No porque sean culturalmente superiores, sino porque son funcionales. Funcionales a un sistema que necesita individuos impulsivos, narcisistas, concentrados en el placer inmediato y completamente desconectados de cualquier idea de futuro, comunidad o trascendencia.
Las letras no son pobres por accidente. Son deliberadamente pobres. Sexo vacío, consumo ostentoso, violencia banalizada, misoginia reciclada, ausencia total de pensamiento. Nada que incomode. Nada que eleve. Nada que despierte.
Solo estímulo básico. Como comida chatarra para el cerebro.
Y funciona.
No porque la gente sea “estúpida”, sino porque la repetición constante destruye la resistencia. El cerebro termina aceptando como natural lo que se le impone mil veces. Así se normaliza una vida sin profundidad, sin preguntas, sin conflicto interno. Vivir rápido, sentir poco, pensar nunca.
Mientras tanto, la música que cuestiona, que incomoda, que politiza, que invita a mirar hacia adentro o hacia arriba es marginada, ridiculizada o directamente invisibilizada. No hace falta prohibirla. Basta con no promocionarla. Basta con enterrarla bajo toneladas de ruido bailable.
Una sociedad entretenida es una sociedad dócil.
Una sociedad que baila sin pensar es una sociedad que no protesta.
Una sociedad anestesiada emocionalmente no exige nada.
Ese es el verdadero negocio.
El poder moderno no necesita dictaduras culturales. No necesita quemar discos ni perseguir artistas. Programa deseos, fabrica gustos, decide qué es “cool” y qué es “aburrido”. Y cuando lográs que millones asocien pensar con algo pesado, viejo o molesto, el trabajo ya está hecho.
La música se convierte así en un tranquilizante social. En una banda sonora diseñada para que todo siga igual. Para que nadie pregunte quién manda, por qué manda y a costa de quién.
La pregunta ya no es si una canción te gusta.
La pregunta es por qué te gusta.
Quién gana con eso.
Y qué parte de tu capacidad crítica estás entregando a cambio de tres minutos de dopamina.
Porque cuando el control entra bailando, cuando se canta con una sonrisa y se repite sin pensar, la dominación ni siquiera necesita esconderse.
Y ahí está la trampa perfecta:
creer que sos libre, mientras te mantienen cómodamente idiota.
