A lo largo de la historia, los líderes han buscado proyectar su fuerza y grandeza a través de imágenes cuidadosamente construidas. Una costumbre muy difundida en tiempos pasados fue retratarse montados a caballo: un símbolo de dominio, destino y poder. Pero detrás de estas representaciones majestuosas surge una pregunta inevitable: ¿cuánto de esa imagen era verdad y cuánto ficción diseñada para fascinar y someter?

Para explorar esta tensión entre apariencia y realidad, el caso de Napoleón Bonaparte resulta ejemplar. Su ascenso fulgurante y su posterior caída muestran cómo se fabrican, sostienen y finalmente se quiebran las narrativas del poder, esas ficciones que buscan legitimar y movilizar.


La Fábrica de Héroes

El filósofo Michel Foucault señaló que la historia no es solo un registro de hechos, sino también un “discurso del esplendor” mediante el cual el poder fascina, aterroriza e inmoviliza. En otras palabras, la historia puede ser un instrumento de legitimación.

Napoleón entendió este mecanismo a la perfección. Para consolidar su imagen de emperador, recurrió a la iconografía romana y al arte neoclásico. El pintor Jacques-Louis David lo inmortalizó cruzando los Alpes sobre un corcel encabritado, dueño absoluto de su destino. Poco después, en el célebre retrato de su coronación, aparece en el trono con la majestuosidad de un nuevo César.

Eran imágenes diseñadas para construir la ficción del estratega infalible y del soberano legítimo. Una armadura simbólica, brillante, pero inevitablemente vulnerable frente al roce implacable de la realidad.


Cuando la Realidad Golpea

La ficción del poder dura mientras no tropieza con la evidencia de los hechos. En el caso de Napoleón, las derrotas militares y los reveses políticos comenzaron a desgastar su aura de invencible.

El mismo David, que antes lo había pintado como semidiós, lo retrató luego en la intimidad de su despacho: agotado, de pie a las cuatro de la mañana, con las velas consumidas. El héroe a caballo se transformaba en un hombre de Estado, vencido por el peso del tiempo.

El contraste definitivo llegó con Paul Delaroche, quien pintó un Napoleón realista cruzando los Alpes, no en un corcel heroico, sino en una mula guiada por un campesino. La imagen despojada mostraba al hombre práctico, enfrentando obstáculos sin épica, apenas con los medios disponibles. La mula simbolizaba la fragilidad de la ficción: detrás de toda iconografía grandiosa, la realidad siempre aguarda.


El Juego del Poder

La política puede entenderse, a la luz de la Teoría de Juegos, como una sucesión de enfrentamientos estratégicos. Uno de los más conocidos es el “Juego de la Gallina”: dos autos se dirigen uno contra otro; el primero que se desvía pierde. La estrategia ganadora consiste en convencer al oponente de que uno nunca cederá.

Napoleón jugó esta partida contra toda Europa, convencido de que jamás frenaría. Mientras acumulaba victorias, su ficción de héroe era indestructible. Pero como toda estrategia dominante, su éxito dependía de no fracasar. Y en la historia, la derrota siempre es una posibilidad estadísticamente creciente.


El Brillo Efímero del Éxito

La vulnerabilidad de estas narrativas radica en que se sostienen únicamente en la victoria. Como recordó Mirtha Legrand en un intercambio con Javier Milei: “La diferencia entre un genio y un loco es la cordura”. A lo que Milei replicó: “El éxito”.

Ese éxito es precisamente lo que legitima la ficción. Pero cuando los fracasos aparecen, las ropas del emperador se desvanecen. En la política contemporánea, la comparación con Napoleón vuelve a aparecer. Milei, de hecho, recibió recientemente un cuadro en el que se lo representa como Napoleón, no en su gloria, sino en el momento de su abdicación. Un gesto que puede leerse como advertencia: las ficciones de poder absoluto no resisten indefinidamente.


De París a Buenos Aires: la lección para hoy

La historia de Napoleón, del caballo blanco a la mula, nos recuerda que toda narrativa política es frágil cuando depende únicamente del brillo del éxito. En la Argentina actual, esta lección no podría ser más clara.

Los líderes construyen relatos de grandeza que prometen cambios totales y victorias definitivas. Pero en la práctica, la realidad cotidiana —inflación, desigualdad, crisis sociales— funciona como esa mula que obliga a desmontar la épica. La supervivencia política ya no depende solo del discurso, sino de la capacidad real de resolver problemas concretos.

En este contexto, tanto en Berisso como en el resto del país, conviene mirar con atención qué relatos están montados en caballos de guerra y cuáles en mulas de trabajo. Porque, al final, el tiempo siempre desnuda al emperador: detrás de la ficción de poder, queda el hombre común frente a los desafíos del camino.

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