Stephen Hawking solía advertir que, si alguna vez una civilización extraterrestre avanzada llegara a la Tierra, el encuentro difícilmente sería como en las películas, con diplomacia, banderas y acuerdos culturales. Quizás sería más parecido a lo que ocurrió cuando las grandes potencias europeas llegaron a América en el siglo XV. Y la historia es clara: para las civilizaciones originarias, ese encuentro no fue un intercambio, sino una catástrofe. La diferencia tecnológica, política y militar fue tan grande que los pueblos americanos casi no tuvieron margen para negociar su propio destino.
Hawking planteaba algo incómodo: si existe una inteligencia extraterrestre mucho más desarrollada, nosotros podríamos ocupar el rol de los pueblos originarios. No por maldad de esos seres, sino por desigualdad. Cuando la distancia entre dos formas de vida es inmensa, la comunicación ya no es simétrica. Simplemente, la parte más débil queda vulnerable.
Además, Hawking proponía otra imagen potente. Para una civilización miles o millones de años más avanzada, nosotros podríamos ser tan interesantes (y tan limitados) como lo son las bacterias en una placa de Petri para nosotros. Las observamos, las estudiamos, podemos modificarlas… pero no se nos ocurre intentar “hablar” con ellas. No hay un lenguaje en común. No hay un propósito en común. No es falta de empatía: es una distancia evolutiva gigantesca.
Y aquí entra otra metáfora aún más cotidiana: la de la granja de hormigas. Imagínate que observas un hormiguero. Ves organización, cooperación, arquitectura, incluso guerra entre colonias. Admiras la complejidad, pero no esperas comunicarte. No esperas que entiendan tu escala, tus conceptos, tu mundo. Lo que ocurre allí abajo es interesante, pero no es “tu nivel”.
Quizá eso somos nosotros para una civilización más avanzada.
No que nos ignoren porque no importamos, sino porque todavía no podemos generar un puente real. No estamos “listos” para hablar su idioma. Estamos, en términos cósmicos, aprendiendo a caminar: recién lanzamos satélites, exploramos la Luna, jugamos con inteligencia artificial, intentamos entender el átomo… Estamos en la infancia del viaje espacial.
Tal vez el silencio del universo no es ausencia.
Tal vez es una diferencia de tiempos y escalas.
Somos la especie que apenas empieza a levantar la vista del suelo.
Y puede que, cuando realmente aprendamos a caminar entre estrellas, descubramos que nunca estuvimos solos…
Solo éramos demasiado jóvenes para conversar.