Hay historias que parecen escritas con un cuchillo. La Campaña al Desierto es una de ellas. Detrás de la versión escolar, detrás de los discursos ordenados, hubo algo más hondo y peligroso: la sensación de que, si Argentina no actuaba, otro país lo haría primero.
Ese “otro” no era uno solo. Eran dos gigantes.
Uno venía desde el mar: Inglaterra, con su diplomacia helada. El otro avanzaba desde la cordillera: Chile, con mapas, expediciones y tratados que, poco a poco, iban pintando de rojo chileno los huecos del sur argentino.
En el medio, una frontera incendiada donde los malones se habían convertido en una tormenta cotidiana. Ese fue el torniquete que obligó al gobierno argentino a moverse.
Chile: el vecino que avanzaba mientras Buenos Aires dormía
A mediados del siglo XIX, Chile era un país más organizado que la Argentina. Tenía un Estado estable, un ejército profesional y una obsesión geopolítica: llegar al Atlántico. Según historiadores como Sergio Villalobos, Mateo Martinic y Benjamín Vicuña Mackenna, esta idea —conocida como “la proyección atlántica de Chile”— se discutía abiertamente en Santiago.
1850–1860: Chile declara que su frontera llega al Atlántico
Mientras la Argentina se desangraba en guerras civiles, Chile comenzó a trazar mapas donde la Patagonia entera aparecía como territorio chileno. En 1856, el ministro Antonio Varas sostuvo en el Congreso que la soberanía chilena debía “alcanzar el Atlántico por continuidad natural”.
Ya en 1860 circulaban mapas oficiales donde zonas del actual Santa Cruz y Chubut figuraban como chilenas.
Las expediciones chilenas de 1863 y 1867
En 1863, el gobierno del presidente Pérez envió una expedición dirigida por Guillermo Cox. No era un viaje científico: Cox recorrió territorios hoy argentinos, firmó pactos con caciques y dejó constancia de que esas tierras “pertenecían naturalmente a Chile”.
En 1867 se repitió la maniobra, esta vez con el capitán Valentín Martínez, quien avanzó hasta el río Santa Cruz.
Los tratados con caciques
En los archivos magallánicos figuran pactos entre autoridades chilenas y caciques aonikenk y tehuelches entre 1860 y 1875. Chile ofrecía armas, ropa y yerba; a cambio, obtenía rutas seguras hacia el Atlántico.
Vicuña Mackenna lo dijo sin pudores: “Si Chile quiere asegurar Magallanes, debe ganar la voluntad de los caciques”.
Mientras Buenos Aires sostenía como podía una línea de fortines precarios y desabastecidos, Chile avanzaba con una diplomacia meticulosa y estratégica.
1870: la frontera arde y Chile acelera
Los malones arreaban miles de cabezas que luego cruzaban a Chile para ser vendidas. Mandrini y Canal Feijóo coinciden: gran parte del ganado tomado en los malones alimentaba ferias chilenas.
El circuito era perfecto:
-
malón en territorio argentino,
-
arreo hacia la cordillera,
-
venta en Chile,
-
enriquecimiento de comerciantes,
-
debilitamiento argentino.
Y Santiago sacaba ventaja, no por fuerza bruta, sino por constancia, cálculo y una sorprendente claridad geopolítica. El cónsul británico Thomson informaba a Londres que “Chile ejerce mayor control efectivo en Patagonia que la República Argentina”.
El golpe maestro: Punta Arenas
Aunque fundada en 1843, la colonia tomó impulso real entre 1870 y 1880. Se convirtió en la plataforma desde la cual Chile proyectaba su influencia hacia el este. En esos años, la población chilena en Magallanes se triplicó.
Desde allí controlaban rutas, comercio y vínculos con caciques.
La amenaza británica
La advertencia británica no cayó del cielo ni fue un gesto aislado. Fue la culminación de una cadena de informes, quejas y presiones acumuladas durante años. Para la década de 1870, el Imperio británico era el motor comercial del mundo, y la Patagonia —aparentemente desolada para la mirada europea— se había convertido en un espacio demasiado estratégico para dejar librado al caos.
Los comerciantes ingleses instalados en Buenos Aires, Carmen de Patagones y Punta Arenas enviaban reportes alarmantes sobre los ataques ranqueles y tehuelches a estancias de capital británico. No eran pocas: más del 40% del comercio de cueros y lanas de la frontera estaba en manos inglesas. Cada malón que arrasaba una estancia implicaba pérdidas directas para esa red comercial, y los cónsules transmitían el panorama a Londres con tono de urgencia.
Pero la presión no venía solo desde los escritorios diplomáticos ni desde los comerciantes del puerto. También golpeaban la mesa los estancieros británicos que ya se habían instalado en la Patagonia y que invertían sumas significativas en ganado ovino. Muchos de ellos estaban vinculados a firmas de Liverpool, Londres y Glasgow, y habían fijado sus estancias en zonas estratégicas:
— En la cuenca del río Negro, especialmente alrededor de Choele Choel, donde el control de los pasos era vital para el traslado de ganado. — En la franja atlántica entre San Antonio y Valcheta, una región ideal para la cría de ovejas finas. — En los alrededores de Carmen de Patagones, centro neurálgico del comercio lanero. — En el sur de Chubut, integrándose a la colonia galesa y al comercio de lana que ya mantenía lazos con casas británicas. — En los campos cercanos a Punta Arenas, desde donde se controlaba el tráfico por el Estrecho.
Estos estancieros no solo producían: escribían. Mandaban informes detallados al Foreign Office describiendo la frontera argentina como “insegura, desordenada y sin autoridad efectiva”. Para Londres, esas realidades no eran anécdotas rurales: eran amenazas a inversiones concretas. La presión económica, comercial y territorial se mezcló y tomó forma de advertencia.
Y así llegó el telegrama que heló la sangre en el Ministerio de Relaciones Exteriores argentino. Un mensaje seco, sin adjetivos, pero cargado de pólvora diplomática:
El Gobierno de Su Majestad se reserva el derecho de intervenir en la Patagonia si la República Argentina no controla los ataques indígenas que afectan el comercio británico”.
Esa frase —que hoy podría parecer burocrática— en el siglo XIX era un ultimátum. No era un consejo. No era un pedido. Era una amenaza de intervención militar encubierta.
¿Por qué Inglaterra hablaba así?
Porque podía.
En 1833 ya lo había demostrado: si veía un territorio mal defendido, simplemente lo tomaba. Las Islas Malvinas eran el recordatorio más brutal de esa política sin eufemismos.
Además, la Patagonia ofrecía demasiado para pasarla por alto:
— Puertos naturales de aguas profundas, clave para la logística naval. — Proximidad al Estrecho de Magallanes, arteria del comercio mundial. — Un territorio gigantesco y, desde la perspectiva europea del siglo XIX, “vacío” y, por lo tanto, disponible. — La expansión chilena que les daba una excusa perfecta: si dos países disputaban un territorio, el Imperio podía “mediar” ocupándolo.
El historiador David Rock lo resumió con precisión quirúrgica: la política exterior británica se movía siempre bajo la misma lógica: proteger sus intereses comerciales primero, discutir después. Y si había que avanzar sobre un territorio, se avanzaba.
El impacto en Buenos Aires fue inmediato. Alberto Lettieri, Rosendo Fraga y Ernesto Palacio coinciden en que Avellaneda comprendió, al leer el telegrama, que la cuestión ya no era doméstica ni administrativa: era geopolítica pura. La soberanía estaba en juego.
Hasta ese momento, la frontera sur había sido un problema interno. Después del telegrama, dejó de serlo. Se convirtió en un conflicto internacional, en un corredor donde el Imperio británico acababa de proyectar su sombra más oscura.
El gobierno reaccionó con tres medidas urgentes:
-
Se solicitaron informes inmediatos al Ministerio de Guerra sobre el verdadero estado militar de la frontera.
-
Roca fue convocado para diseñar un plan de ocupación efectiva que demostrara, sin ambigüedades, que la Patagonia tenía dueño.
-
Se comprendió que Chile y Gran Bretaña estaban evaluando la capacidad argentina de ejercer soberanía real.
El telegrama fue más que una advertencia: fue un espejo. Y en ese espejo Argentina vio su fragilidad.
La lectura final del mensaje era brutal en su simpleza:
“Si ustedes no dominan la Patagonia, nosotros —o Chile, o ambos— lo haremos”.
En un siglo donde la geopolítica era despiadada, esa advertencia fue el disparo de largada en la carrera por ocupar el sur. Una carrera que Argentina no podía perder.
Porque perder el sur era perder el país.
La Argentina exhausta
El país estaba devastado por la Guerra del Paraguay, endeudado, dividido y con fortines miserables. En 1872, el comandante del fortín de Trenque Lauquen escribió: “Sin refuerzos, este partido quedará desierto”.
En ese clima, la amenaza británica fue dinamita. Y el avance chileno, gasolina.
1873–1877: Chile endurece su postura
En 1873, el canciller Ibáñez afirmó que Chile debía extender Magallanes hacia el Atlántico. En 1874 lo repitió. En 1876, Barros Arana publicó estudios defendiendo la soberanía chilena sobre toda la Patagonia.
Mientras tanto, la Argentina seguía debatida entre urgencias internas, crisis financieras y una miopía política que le impedía ver el mapa completo.
1878–1879: Argentina despierta
Avellaneda lanzó la famosa frase: “Poblar es gobernar”. Roca avanzó primero en 1878 con operaciones preliminares, y en 1879 inició la Campaña al Desierto.
Esta no fue solo contra los pueblos originarios: fue contra un escenario internacional que presionaba como un alud.
Los objetivos reales:
-
cortar los malones,
-
frenar a Chile,
-
impedir una intervención británica,
-
ocupar efectivamente la Patagonia.
1879–1885: el país llega al sur antes de que sea tarde
Entre 1879 y 1885 se fundaron ciudades, se establecieron guarniciones, se frenó el contrabando de ganado y se llegó al Tratado de Límites de 1881, con Chile.
Ese tratado certificó que Argentina había llegado a tiempo.

Conclusión
La Campaña al Desierto fue una tragedia para los pueblos originarios, pero también un acto desesperado de supervivencia geopolítica.
Argentina llegó tarde, herida… pero llegó.
Porque los hechos eran brutales:
-
Inglaterra amenazaba con intervenir.
-
Chile avanzaba con mapas, pactos y colonias.
-
Los malones desbordaban la frontera.
-
La Patagonia estaba en disputa.
La Campaña al Desierto no fue solo un capítulo militar. Fue un golpe de timón para evitar perder medio país.
¿Había otros caminos? ¿Otras formas de acción? Hoy, desde la comodidad de un escritorio, las alternativas parecen abundantes, casi evidentes. Pero en aquel momento —con Inglaterra recordando que podía intervenir, con Chile avanzando paso a paso y con los malones desbordando la frontera— cada decisión era una apuesta extrema. No se trataba de elegir entre lo ideal y lo correcto, sino entre lo posible y lo inevitable.
La Campaña al Desierto no nació del capricho ni del heroísmo: nació del miedo a perder un país que todavía estaba por hacerse. Y esa es, quizá, la verdad más incómoda de todas.
Porque a veces la historia no se escribe con libertad de elección, sino con la daga del tiempo apoyada sobre el cuello de la Nación.