Cada vez que un agorero me plantea el acabóse del país le sugiero turismo de autoayuda: viajar a Berisso. Es un paso: a 65 kilómetros del Obelisco, a 7 de La Plata. Si responde: “¿Berisso?”, lo felicito por dudar como un genio. Cuando en 1960 invité a Borges a dar allí una charla sobre Almafuerte lo aceptó solo porque creyó que se trataba de un lugar imaginario. “Iré, claro. Pero, ¿Berisso? Ese pueblo no existe. ¿Usted lo conoce?” Existe, doy fe. Allí, a partir de 1930, se me hizo la edad. Bajo dos bruscos generales (Uriburu y Justo), dos frágiles doctores (Ortiz y Castillo) y el cobijo de una familia mítica. Mi infancia allí fue la suma de tres calles, mucho miedo, varias sudestadas, una escuela templo, un reumatismo entero de mi padre y una media tuberculosis de mi madre. Esto, por el frigorífico y la hilandería, respectivamente y mediante.
Allí, desde un techo de zinc, admiré el primer OVNI de la época: el Graf Zeppelin, que cruzó el cielo como una oreja inflada y del cual después se habló mucho. Y vi algo más grande: una sociedad compuesta por 37 etnias diversas que, en medio de la crisis, hacía de la vida vecinal un acto religioso.
No piqueteaban. Se defendían con el trueque, la huerta y la mano pronta al caído en desgracia mayor. Una red de asistencia que permitía preservar la costumbre traída: mantener lo genuino y sostener a los hijos en medio de la adversidad. Eran activos, habladores, cantores. Vivían agotados, pero felices. Eran humanamente vírgenes. No violados por la televisión. En ese Berisso me doctoré: cociné puchero a los 7 años, recurrí a Dios (por miedo a los fantasmas) a los 9, me enamoré de la Chiappe a los 10 (Dios la guarde), porté la bandera papal al confirmarme a los 12, descubrí que una mujer es más que Bécquer (a los 14, gracias Felisa), a ser metafísico a los 15 y a ganar mi primer sueldo como pesador de chilled beef en un frigorífico en el que entré a los 16 y del que pude huir hacia el periodismo sólo a los 28.
Guerra europea, dictadura local, pobreza y la sudestada acosaban a Berisso. Entre el Armour y el Swift, de sol a sol, se mataban 5 mil novillos y 16 mil corderos. Nunca eran menos de cinco los barcos del mundo anclados a la espera. No había día o noche. Sólo ruido, humo, luz y sirenas. ¿El paisaje urbano? Por momentos mormón, isleño, polaco o vasco. Un paseo para temerarios lo ofrecía la calle Nueva York, puteril y viciosa, repleta de marinos ingleses y matarifes eslavos. Un arrabal por el que habían pasado Eugene O’Neill (premio Nobel y suegro de Chaplin), el padre de Anthony Burgess, las altas piernas de ébano de Josephine Baker, y también, trotado potrillos tan famosos como Federico Luppi y Lito Cruz.
Era un Berisso para Hemingway. Con cines que sin ironía se llamaban Progreso y Victoria. Y un prodigio de biblioteca popular (Pestalozzi) que aún llevo puesta de la cabeza a los pies. Ese Berisso tenía una estética sencilla: lo real ineludible, el arte povera. Los amantes amaban, los dolores dolían, los bailarines bailaban, la vida vivía, el chamamé sucedía al tango, la polca al vals, se comía pizza y fatai turco, y después del desfile del 9 de Julio quedaba una alfombra de cáscaras de semillas de girasol. No es que fuese una gloria, pero era la aldea soñada por Tolstoi. Un pueblo piloto. La película del mundo proyectada en un rincón de la Argentina. El símbolo de lo que la Argentina quiso ser a finales del siglo XIX y todavía no es. Museo viviente de un salto interrupto. Cuero salado, industria feudal, río pobre, trabajo a granel, oleadas de extranjeros y descalabro imparable del país. Y ahora, el resto aborigen de unas “naciones unidas” en miniatura que todavía siguen dándole color local al lugar.
No es mala idea aconsejarle al agorero (o a cualquiera que ande con el ánimo quebrado) darse un paseo por Berisso. Allí sigue latiendo el duende de la Argentina previa al salto fallido. Detrás de las chapas de zinc, de las hortensias, de los descascarados boliches de la Nueva York, late aún el proyecto inconcluso. De joven, soñaba con irme al mundo. Y me fui. Mi primera París fue La Plata. La segunda, Buenos Aires. Y así Praga, Budapest, Brujas, Delhi, Tokio, tantas. Un viaje demasiado largo para descubrir al fin que todas ellas estaban en Berisso. La que resis-te, mundial y soñadora. Con la memoria intacta. De autoayuda